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Tribuna
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Obras escogidas

Dice la leyenda que un práctico librero de este país encontró la solución para enfrentarse a la riada incontenible de novedades que le ahogaban durante el día y le impedía dormir por la noche: una buena mañana antes de abrir el negocio, cambió su tradicional mesa rectangular de novedades por una redonda y ordenó las novedades en espiral, de dentro afuera; cada vez que llegaba una novedad (o diez, o cien, según la intensidad productiva de la frenética industria editorial) la colocaba en el centro y hacía correr toda la espiral, de manera que el libro que se encontraba en la punta, al final, caía al suelo; y así, cada día caían tantos como habían entrado. Animado al ver que de día respiraba y de noche conciliaba el sueño, perfeccionó el método poniendo un cesto en la punta final de la espiral y, cuando éste se llenaba, empaquetaba los libros y los devolvía tranquilamente a su origen. Al principio le resultó duro, pero como eran tantas las novedades que le llegaban, pronto empezó a disminuir su aprensión, ya que el ritmo de entrada era tan intenso que apenas tenía tiempo de encariñarse ni con un solo título. Al parecer, consiguió relajar su espíritu, aprendiendo a ser feliz y se casó con la princesa de sus sueños, que a partir de entonces se ocupó de hacer los paquetes de devolución. No le faltaba sentido al buen librero, porque lo cierto es que la fugacidad es hoy el valor de moda. La conocida teoría del best-seller, vender la mayor cantidad de libros posible en la menor cantidad de tiempo posible, se aplica hoy a rajatabla y sin excepción a todos y cada uno de los libros que aparecen, aunque sean misales. Y ha empezado a rondarme el pensameinto de que los libros se hacen para no durar.

Muchos de los libros perdidos día a día y mes a mes en la barahúnda parecen haber existido para nada. Hay que ver cuánto se ha editado y cuánto se ha perdido. Es increíble cuánto se ha editado en los últimos veinte años y lo difícil que es encontrarlo. Se ha trasladado -traducido- la cultura moderna al castellano y se ha perdido a continuación. No hay más que buscar autores y títulos y comprobar con desolación que sólo una parte mínima de ellos sigue siendo encontrable y, cuando así sucede, se debe a esforzadas recuperaciones o a esos libreros capaces de aguantar fondos en sus estanterías. No es la fugacidad lo que permanece, sino el sentido de un esfuerzo, de una obra.

En los tiempos de penuria cultural y económica, existió una modalidad de edición en España que consistía en publicar una selección o la totalidad de obras de un autor, generalmente un clásico o un consagrado. Las editoriales de fuste solían publicar volúmenes de Obras Escogidas o de Obras Completas que contenían lo que su nombre indica. Eran especialmente interesantes porque solían estar encuadernadas en tapa dura, editadas en papel biblia -sobre todo si eran Completas- y, evidentemente estaban destinadas a ocupar su sitio en una biblioteca donde, convenientemente protegidas, irían siendo leídas a diverso tiempo y ritmo y, muy posiblemente, por más de un miembro de la familia. Todo en esas ediciones hablaba de duración, mostraba duración. Y además tenían una ventaja: que, pese a su precio, resultaban más baratas que compradas una a una las obras que contenía. Y no es que no existiesen colecciones de bolsillo: la Biblioteca Universal, la Austral y, más modernamente, la ya no menos legendaria El libro de bolsillo, de Alianza. Mas, para el lector, hacerse con uno de aquellos volúmenes escogidos era como consagrar su biblioteca.

Y, de pronto, en medio de este tumulto actual, han reaparecido. Primero, con autores españoles como Machado, Baroja o Unamuno; después, Shakespeare, Stevenson y Chejov. La colección Austral Summa nos los devuelve, elegidos para durar hasta en el diseño... Quizá los grandes editores, los criadores de fondos editoriales, podrán tener buenos y malos momentos, pero nunca dejan de ser legatarios de una aventura inmortal.

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