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Tribuna
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El fin de una época musical

La prolongada vida de Joaquín Rodrigo, testimoniada desde hace algún tiempo por el leve latir de su corazón, se ha extinguido en un último y definitivo silencio. Todos esperábamos conmemorar dentro de dos años el centenario de su nacimiento todavía junto a él, pero no nos ha sido concedido el ejercicio de tal deseo, mitad entrañable y mitad mitomanía cronológica. Con el último aliento de Rodrigo se cierra toda una época de nuestra música, casi un siglo entero, que comenzó con los combates y difíciles aventuras magistrales o creadoras de Felipe Pedrell, Isaac Albéniz y Enrique Granados, para continuar con Manuel de Falla, Joaquín Turina, Federico Mompou y demás creadores del sinfonismo español contemporáneo y evolucionar hacia diversas actitudes neoclásicas, neoclasicistas, nacionalistas o rupturistas. Todas, sin embargo, obedecían a una fuerte vocación universal, a una intención de hablar en español a través de un lenguaje inteligible para todo oyente. En menos palabras, se trataba de acabar con la constante tentación del casticismo localista.

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Pasaporte a la inmortalidad de la mano de un solo concierto

Tras el tajo histórico de dos guerras, la de España y la II Guerra Mundial, la historia continuó de otra manera sin dejar de mantener ese afán europeísta ni olvidar del todo ciertas raíces tradicionales distintivas y latentes en nuestra música desde el Renacimiento.

Entre los años veinte y comienzos de los treinta, la equivocamente denominada "generación de la República" prolifera en grupos emprendedores que, en la medida de su momento histórico, pudieron denominarse vanguardistas. Joaquín Rodrigo, nacido y formado en Valencia y después ciudadano de París, pertenece a esa generación aun cuando no hiciera grupo con los compositores de Madrid, Barcelona o Valencia. Ciego desde los tres años, encontró en sus maestros levantinos enseñanza, apoyo e información. Uno de ellos, Eduardo López Chávarri, que también estuvo a punto de morir centenario, nos dejó, entre otras valiosas herencias, una correspondencia importante. Publicada no hace mucho, encontramos en ella las cartas del joven Rodrigo, enviadas desde París, cuando Paul Dukas señaló a su nuevo alumno español como la más fuerte intuición musical llegada del otro lado de los Pirineos. Resulta apasionante seguir la relación epistolar Rodrigo-Chávarri que nos descubre no escasos rincones de la personalidad esencial de Rodrigo.

El triunfo avasallador, casi sin precedentes en nuestro tiempo, del Concierto de Aranjuez, escrito en su mayor parte en París pero estrenado el año 1940 en España al regreso definitivo del músico a su patria, hizo olvidar a algunos que ya habían parado mientes en el talento de Rodrigo, no sólo Dukas sino también Manuel de Falla, el maestro Arbós o el crítico Adolfo Salazar, además de los comentaristas parisienses que asistieron al estreno de las primeras obras de Rodrigo.

Nace a la música nuestro compositor como un nacionalista distinto que desde una total admiración a Falla sabe buscar otras salidas. Las encontró, principalmente, a partir de sus nuevas y refinadas consideraciones de nuestro pasado de los siglos XV y XVI o del españolismo dieciochesco y cortesano del XVIII en lo que el propio Rodrigo denominó neocasticismo. Cultivó con genialidad la canción, creó una sugestiva serie de Conciertos, mantuvo su acento y su garbo en el piano, el violín o la guitarra, y lo hizo siempre a través de formas y expresiones personalísimas. En realidad, la música de Rodrigo es identificable desde sus primeros compases. Él mismo gustaba de decir: "No sé si mi copa es más grande o más pequeña, pero, en todo caso, yo bebo en mi copa". De ahí que, tras el estreno de los Conciertos de Aranjuez, de Estío, Galante, Serenata, en los años cuarenta y cincuenta pudiéramos decir en una crítica que Rodrigo era ya "un clásico de sí mismo", cosa que le agradó profundamente.

Por temperamento y formación, Rodrigo estuvo ligado al ambiente intelectual español, especialmente a la larga historia de nuestra literatura y nuestra poesía. Llevó a los pentagramas a Lope de Vega o a don Ramón de la Cruz, a Bécquer, a Rosalía de Castro, a Antonio Machado, a Jacinto Verdaguer o a José María Valverde. Inteligente y agudo, sus decires se esperaban con expectación y sus juicios resultaban iluminantes.

En su música, tocada de lirismo o melancolía, brillaba más frecuentemente una alegría vital que, hija de buen valenciano, estallaba como una noche de fuego, pimpante, acibarada en sus disonancias directas, tendencia que inició en París a partir de su genial Preludio al gallo mañanero, estrenado por Ricardo Viñes. De pronto, el Cántico de la esposa, de San Juan de la Cruz, encontraba en Rodrigo la respuesta musical más exacta y hermosa; en otro caso, la sorpresa venía de otra actitud: la de hacer mangas y capirotes de toda gravedad historicista para convertir cuatro madrigales del cancionero de Barbieri en verdadero

.internacional. Si Antonio Tovar emplazaba al maestro para el séptimo centenario de la Universidad de Salamanca, la célebre oda de Miguel de Unamuno podía sonar con interioridad conceptual y a la vez como explosión sonora de gran plasticidad, como antes, en 1943, sucediese con Ausencias de Dulcinea, sobre versos de El Quijote.

La obra de Rodrigo, cuya discografía es ya cuantiosa, conocerá aún tiempos de renovados y más generalizados triunfos. Es la creación de un artista vocacional y fiel a sí mismo que supo vencer las limitaciones impuestas por su condición de invidente para adivinar, desde el espíritu, los colores áridos o vivos, otoñales o de primavera, de su España en sus paisajes geográficos o anímicos o en lo que Monteverdi denominaba afectos y pasiones, esto es, sentimientos.

Se cierra la vida física de Rodrigo, pero continúa en nosotros la vigencia de su obra y apenas comienza su consideración histórica y estética. Entre tanto, hoy, muchos seres en las más diversas latitudes pensarán con tristeza en Rodrigo a través de los dejes y ornamentos del tiempo lento del Concierto de Aranjuez.

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