¿Qué fue de Walt Disney?
ENRIQUE MOCHALES Primero fue el homo erectus. Después el homo habilis. Y, por fin, el homo irreductibilis. ¿Queríamos héroes? Pues ya los tenemos. Nadie como el hombre prehistórico para encarnar al Gran Héroe de la Humanidad. Desde el descubrimiento del hombre de Atapuerca, tenemos un nuevo ejemplo. Un hombre de medidas impensables que además llegaba hasta los cincuenta años de vida. Un verdadero héroe si tenemos en cuenta que los dolores de muelas los tenía que pasar sin Nolotil. Su objetivo era, como el de todos los héroes, el de preservar la especie. Dicen que no lo consiguió, pero quién sabe si no hubo un desliz por parte de dos ejemplares, y su especie y la nuestra tuvieron un romance a la luz de la luna. ¿Cuál sería el primer amor del hombre de Atapuerca? Con esas caderas las debía de traer a todas por el camino de la amargura. Lo mismo que hay quien no cree que tirar del cuello de una gallina durante generaciones sucesivas produzca al cabo del tiempo un nuevo tipo de jirafa, hay quien no se cree lo de Atapuerca. Puede que tengamos que cambiar nuestras mentes, nuestras ideologías. A las momias les ponemos nombres. En realidad, la necesidad de héroes es un instinto necrófilo camuflado. Nos encanta encontrar cadáveres antiguos. Nos encanta ensalzar también a los recién muertos. Ahora en Madrid se busca o se encuentra la momia de Velázquez, que se supone en estado semiincorrupto. Un buen cadáver, no hay nada como eso. De todas formas, existen pruebas palpables de que el hombre de Atapuerca no se extinguió totalmente. Fíjense cualquier día en la playa. O si no, observen las gradas en un partido de fútbol. O vean la película porno de Sylvester Stallone. De ahí ha surgido el último piropo de la temporada; decir: "Tú eres mi hombre de Atapuerca". Sin duda, este homínido, cuya máxima preocupación era seguir con vida, no hubiera imaginado jamás que su cadera zumbona iba a dar paso al nuevo concepto del héroe: alguien que no sabemos lo que hizo, pero que las debió de pasar putas. Nuestro vastísimo conocimiento de la época prehistórica nos hace imaginarle corriendo ante las fauces de un tyrannosaurus. O asistiendo a la pelea entre un triceratops y un dientes de sable gigante, junto a una Raquel Welch troglodita. No tenemos ni idea de quién es el hombre de Atapuerca. Nos movemos en el terreno de la duda, pero lo que es seguro es que lo suyo fue una resistencia numantina a la extinción, hasta que al final la puñetera teoría de la evolución le dejase en la cuneta de la existencia. Ahí tenemos un perdedor. Un beato. Los buscadores de cadáveres están de enhorabuena. La iglesia no opina. El Pentágono ve en el hombre de Atapuerca el cadáver de Elvis. Es la Atapuercamanía. El hombre de Atapuerca no dejó grandes monumentos, ni pirámides, abandonó simplemente su propio cuerpo, en una ceremonia sencilla. Se limitó a darnos todo lo que tenía. Tal vez le prefiera como objeto de culto en comparación a Velázquez. En favor suyo hemos de repetir que no conocía la rueda, ni el microondas. ¡Su vida tuvo que ser un infierno! Velázquez, en cambio, tuvo acceso a todas las comodidades de su época. Al lado de la hazaña vital de un homínido como el de Atapuerca, las habilidades de Velázquez con el pincel desmerecen. Aún así, ambos despojos nos transmiten la doble enseñanza de que la inmortalidad se reduce al esqueleto, y de que el esqueleto se venera por la idea del pasado. Es sencillamente una pasión de anticuario. Nuestra pasión necrófila. Aquella que nos hace adorar cosas muertas. ¿Y qué tiene que ver Walt Disney con todo esto? Pues sencillamente, que atendiendo a la teoría del mito, su mito es verdadero. La historia nos ha mostrado que no hay héroe o ídolo que no esté muerto. A todos se nos explica que no sólo tenemos el derecho, sino la obligación de morirnos. Pues Walt Disney no está congelado en una cápsula criógénica de la Shell en Kentucky. Eso fue un rumor sin fundamento. Los medios han difundido ahora que Walt está a unos cuantos palmos bajo tierra. Y la tierra es mucho más solidaria que el congelador.
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