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Avances o retrocesos

Cuando, como ahora, unos se quedan huérfanos y otros se regodean en la debilidad de los descabezados, no suelen abundar los argumentos de calidad. Se reflexiona y se debate más cuando las fuerzas quedan equilibradas. Se propone con mayor intensidad cuando se puede perder. Sea quien sea el amenazado con la futura condición de minoría. Sin olvidar que, por supuesto, se prometen mejoras más contundentes cuando se vislumbra la posibilidad de no llevarlas a la práctica.Por eso, tras estos tiempos electorales perderemos todos por lo cómodamente que van a ganar los ganadores. Ya pasó en el pasado. Me refiero a que cuanto más absoluta es una mayoría, más desatendidos quedan no sólo el electorado que la permitió, sino también el que se inclinó por otras opciones. Por eso vamos a seguir sin la posibilidad de avanzar hacia un claro encuentro de los ciudadanos con las ciudades. Las elecciones europeas nos quedan todavía grandes y ajenas. El ámbito comunitario no es todavía una referencia válida para la mayoría. Lo local, en cambio, se entiende y se padece con la relevancia de lo íntimo y cotidiano. Sería el marco ideal para novedades, para cambios ilusionantes que no pueden llegar más que por el lado de las consideraciones ambientales. La calidad de vida ya no puede quedar exclusivamente relacionada con la velocidad, las superficies comerciales y los metros cuadrados edificados.

Aun así, poco se va a cambiar el modelo de ciudad en el que nos encontramos. Si acaso se pretende avanzar más hacia una acaparadora dinámica, la del crecimiento sin límites. Avance que tiene claros retrocesos. Porque en demasiadas urbes resulta cada día más difícil el diálogo, la convivencia, el descanso, la salud y la solidaridad. En primer lugar, porque son mayoría los ciudadanos que son afectados por la urgencia de destruir al tiempo. Y eso se traduce primero y principalmente en la tenaz carcoma que, para la mente de todos sin excepción, supone el ruido.

Aunque hace pocos días se celebró en Madrid una apasionante jornada de reflexión sobre la más amplia, incesante y difícil de las contaminaciones, apenas se ha abierto en el debate político nada mínimamente serio para combatirlo. Los focos principales de esa perturbación, es decir, el tráfico y la endeblez de nuestros aislamientos hogareños son dueños de la ciudad ya que están en todas partes, son poco menos que continuos. Lo demuestra que sean más las personas alcanzadas por niveles prohibidos de contaminación acústica que los libres de la misma. Todavía se carece de información suficiente sobre las consecuencias no buenas para la salud de este gigantesco atentado. Pero, aunque son muchos más los aspectos que necesitamos debatir y abordar para adentrarnos en políticas municipales sin retroceso más fuerte que el avance, éste, el del ruido, se yergue como el más desafiante. Vivimos en un océano de ilegales contaminaciones acústicas que pueden ser desgastadas.

De acuerdo con las investigaciones, por cierto más que avanzadas, del departamento de Acústica Ambiental del CSIC, son precisamente los árboles los que pueden reducir, en hasta un 30%, las ondas perturbadoras del ruido que llega hasta nuestros puestos de trabajo o viviendas. Y ése es precisamente el porcentaje en el que, por término medio, quedan rebasados los límites permitidos de ruido en la mayor parte de nuestras ciudades.

Mucho podría crecer la calidad de vida en las ciudades rehaciendo la intimidad a base de aislamiento arquitectónico, con lo que además las constructoras tendrían ingente trabajo. Pero, a la espera de que nos alcance algo más sensato que seguir construyendo casas mal hechas e incrementando los dominios para el automóvil, no estaría de más que nos vistieran de árboles casi todas las calles.

Porque nada alivia tanto, y no sólo a nuestros oídos, como un denso verde, ese que sigue sin teñir las políticas municipales, tan grises ellas. Tan tristes.

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