No podremos decir que no sabíamos
1. LAS FRONTERAS DE KOSOVO
"Ésta es la frontera de Morina", dijo nuestra intérprete cuando, tras un recodo, nos encontramos de bruces con una verja cerrada ante nosotros. Habíamos tardado un buen rato en recorrer los casi veinte kilómetros que separan Morina de Kukes, ciudad del norte de Albania y uno de los puntos de entrada más importantes de los deportados de Kosovo. Estaba allí como miembro del Patronato de Acción Contra el Hambre, una ONG que tiene unos cincuenta expatriados en los Balcanes, entre los que se encuentran algunos españoles.El puesto fronterizo de Morina es una pequeña aduana por la que entra una buena parte de los refugiados procedentes de Kosovo. La otra puerta principal de entrada es Blace, en Macedonia. Era por la mañana temprano del jueves 29 de abril y hacía frío. Había unas veinte o treinta personas sentadas en la hierba, esperando a que los deportados del día pudieran proporcionarles noticias sobre sus familiares que aún permanecían en Kosovo.
Al cabo del rato apareció un coche. Era un viejo Renault, sin matrícula, como todos los coches de los deportados, en el que venían tres personas: el conductor, delante, detrás un hombre de unos cincuenta años que sostenía a una mujer mayor, manifiestamente enferma. Algunos de los que esperaban se abalanzaron para preguntar por sus familiares y, al cabo de pocos segundos, el automóvil desapareció camino de Kukes. Pasó aún un rato antes de que llegara otro coche, pero a éste siguieron otros y muchos más hasta que, al final, lo que comenzó siendo un goteo terminó por convertirse en una riada humana. Llegaban en coches, en tractores, a pie, de cualquier forma; todos decían que había mucha más gente detrás de ellos que pronto llegaría. Algunos de los recién llegados, especialmente los que lo hacían a pie, se quedaban a hablar unos momentos con los que esperaban en la pradera y que ahora se habían mezclado con los nuevos, que afluían de todas partes. Preguntamos a unos y a otros de dónde venían y qué les había pasado y la respuesta era siempre la misma: les habían dado unos pocos minutos para dejarlo todo y marchar hacia Albania diciéndoles que Kosovo era ahora Serbia y que, por ello, había dejado de ser su país. Los soldados o los paramilitares serbios rodeaban los pueblos, las aldeas y encañonaban a los niños preguntando por los hombres adultos. Cuando éstos aparecían separaban a uno o dos para que condujeran el coche o el tractor y se llevaban a los otros. ¿Adónde?: los deportados no lo sabían. En algunos casos los asesinaban ante sus familias, pero lo más frecuente era que se los llevaran. Algunos nos hablaban de familiares jóvenes que hacían trabajos forzados para las tropas serbias como, por ejemplo, cavar refugios o túneles en las montañas.
Llegaban cansados, con la mirada perdida, a menudo llorando, con un llanto silencioso, tanto las mujeres como los hombres. Los niños callaban, aterrados, sin moverse en los coches o en los tractores. Los más rechazaban contar su historia. Los que llegaban a pie habían sido transportados en autobuses hasta un lugar situado a unos veinte kilómetros de la frontera y desde allí habían iniciado andando la última etapa del viaje hacia la relativa seguridad de Kukes. Las organizaciones humanitarias distribuían raciones alimenticias y agua antes de embarcarlos en los autobuses que los conducirían a los campos de refugiados de Kukes, en donde iniciarían su nueva vida. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) procuraba convencerlos para que se alejaran de una frontera que consideraban peligrosa, pero a menudo los deportados permanecían en la ciudad, pensando que pronto podrían volver a su tierra a pesar de que durante la expulsión y el viaje les habían despojado de sus señas de identidad: los documentos y los archivos habían sido quemados y las placas de los automóviles arrancadas. También les habían despojado del dinero que llevaban consigo en la huida.
Por lo menos, en Kukes, los deportados sentían la solidaridad de la población hacia ellos. En Skopje (Macedonia) la situación es distinta, pues las autoridades mantienen una actitud ambigua hacia los deportados: no pueden rechazarlos, pero tampoco los quieren, por temor a que se altere el delicado equilibrio étnico de este país de dos millones de habitantes. Los deportados entran en Macedonia por Blace, una pequeña aldea que se encuentra a unos quince kilómetros al norte de Skopje. Llegan hasta allí en trenes, esperan, durante horas, al sol o bajo la lluvia, hasta que pasan la frontera y son embarcados en autobuses que les llevan a los campos en los que hay espacio disponible. Los que no encuentran sitio en los autobuses se quedan en el campo de tránsito del mismo Blace.
El campo de Blace, ahora organizado, padeció uno de los peores episodios de la tragedia que estamos presenciando. Un día, sin previo aviso, comenzaron a llegar miles de deportados en trenes hasta la frontera; les hicieron bajar y les dijeron que siguieran la vía férrea y no se separaran de ella, pues el terreno estaba minado. Caminaron hasta una pradera del tamaño de dos campos de fútbol, al lado del río, y allí se fueron amontonando hasta alcanzar la cifra de unos 60.000 (algunas estimaciones llegan incluso a 100.000). Todo ello sucedió en dos días de incesantes llegadas; los deportados permanecieron este tiempo con los pies hundidos en 20 centímetros de barro, sin poder moverse, sin comida ni nada con que protegerse de la intensa lluvia que caía; algunas mujeres dieron a luz en el barro. Las organizaciones humanitarias les socorrieron como pudieron. La primera noche murieron siete personas y la segunda 52. Al tercer día llegaron centenares de autobuses y los transportaron a otros lugares en una operación que comenzó a las tres de la tarde y terminó a las nueve de la mañana del día siguiente. El campo está ahora organizado, pero Blace permanecerá durante mucho tiempo como un lugar marcado por la infamia de la que a veces es capaz la humanidad. Aún ahora pueden verse, más allá de las alambradas del campo, ropas y enseres de la pobre gente que por allí pasó.
En los campos, las miradas aterradas de los niños son un reflejo de las miradas vacías de las madres. En el campo de Blace, la médica y la enfermera albanokosovares que montaban el turno de guardia nocturno estaban traumatizadas hasta el punto de llorar cuando hablaban de sus familiares y, sin embargo, eran ellas las que tenían que dar ánimo a sus compatriotas enfermos. Por todas partes había testimonios de atrocidades, de amenazas, de seres desaparecidos, de caos y confusión: a un grupo de deportados les extrajeron sangre para los heridos serbios antes de expulsarlos; entre los deportados que llegan a Blace hay todos los días algunos heridos de bala; nadie es capaz de responder qué sucede a los inválidos incapaces de resistir el a menudo largo viaje y que se quedaron atrás con algún familiar para atenderlos: los hospitales de Kosovo son sólo para los serbios. Circulan listas negras con prioridades: primero, los partidarios de la autonomía o la independencia que hubieran manifestado públicamente sus opiniones; luego, los médicos, y después, los profesionales de todo tipo. Hay que exterminar a aquellos que, de una u otra manera, forman parte de las élites para que los albanokosovares no puedan tener su propio gobierno. Esto es lo que dicen una y otra vez los deportados a los que se les pregunta. Quieren destruir no sólo el presente y el pasado de un pueblo, sino también su futuro.
Todo está pensado y planificado. En Kosovo no hay una erupción de violencia étnica; lo que hay es un plan metódico, fríamente ejecutado, contra un pueblo al que se está expulsando violentamente de su tierra. Los testimonios son abrumadores y las ONG no pueden hacer otra cosa que tratar de paliar en la medida de lo posible el sufrimiento de unos seres humillados y deshechos.
La continua llegada de deportados a las fronteras de Albania y Macedonia tiende a convertir en rutina lo que constituye la peor tragedia humana sucedida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Es una realidad que llama a nuestra puerta: no podremos decir que no lo sabíamos.
2. EL IMPACTO ECONÓMICO DE LA GUERRA
Albania es, con bastante diferencia, el país más pobre de Europa. Cuenta con 3,3 millones de habitantes y su renta per cápita era de 900 dólares en 1998, frente a los 14.000 de España o los 25.000 de Francia. El estado de sus infraestructuras es indescriptible: la duración del viaje por carretera desde Tirana a Kukes, 280 kilómetros, es de ocho horas. Es probable, a juzgar por el estado del firme, que la carretera no haya sido reparada nunca desde que se construyó. La inmensa mayoría de las calles de Tirana está sin asfaltar; el agua, fuera de la capital, funciona pocas horas al día, incluso en lugares donde los manantiales son abundantes. La contaminación producida por las viejas explotaciones mineras, muchas de ellas hoy abandonadas, persiste aún y envenena el agua. Tras la desaparición del comunismo el Estado ha dejado de existir y ha sido parcialmente reemplazado por la familia comunitaria que prevalece en la zona, y que se caracteriza por los fuertes lazos que existen entre sus miembros.La justicia prácticamente no existe: alrededor de un tercio de los jueces no tiene ni tan siquiera una licencia en Derecho; en 1993-94 se organizaron unos cursos de seis meses para dar un barniz jurídico a 450 de estos jueces, la mayoría nombrados directamente por el poder político. No debe extrañar, pues, que la corrupción reine y que, aunque el ordenamiento jurídico sea parecido al europeo, la ley no se aplique en la práctica por lo que, además de ser un país sin Estado, Albania es, en gran medida, un país sin ley. El actual Gobierno trata de poner orden en la caótica situación en que se encuentra, pero las dificultades a las que tiene que hacer frente son inmensas.
El salario medio de un trabajador es del orden de 50 dólares al mes (unas 7.500 pesetas). Un empleado altamente cualificado puede, con suerte, ganar tres veces esa suma. La inflación, tras haber alcanzado el 33% en 1997, se redujo drásticamente en 1998. El déficit público se sitúa en el entorno del 10% del PIB.
Puede estimarse, como punto de partida, que Albania terminará
acogiendo a más de 600.000 deportados si la "limpieza étnica" continúa como hasta ahora. En cualquier caso, incluso si las cosas se arreglaran de la noche a la mañana, sería necesario un año al menos para que todos los refugiados de Kosovo volvieran a sus casas, ya que el país ha sido minado por los serbios y habrá que neutralizar el efecto de las minas antes de que los deportados puedan volver con una cierta garantía de seguridad a sus hogares. Así pues, cualquier estimación razonable del impacto de la guerra sobre la economía albanesa debe aceptar, como hipótesis de base, la permanencia de los deportados albanokosovares en su territorio durante, al menos, 12 meses.El impacto sobre la economía albanesa será importante. Algunos expertos estiman que la incidencia sobre el presupuesto albanés será del orden de unos 200 millones de dólares sobre un total de gastos, en 1998, de 900 millones de dólares. El Gobierno, sin embargo, cifra las necesidades en 600 millones de dólares. El Banco Mundial está dispuesto a aportar unos 65 millones de dólares. La Unión Europea ha anunciado una ayuda inmediata de 100 millones de euros para el conjunto de la zona, de los que un 60%-70% serán para Albania. El resto habrá que encontrarlo en algún sitio. Hay que señalar que Albania ya recibe ayuda de otros países, principalmente de Italia y de Grecia, por valor de unos 150 millones de dólares. En cualquier caso, lo que es fundamental es que los deportados lleguen con la ayuda garantizada, ya que Albania, por sí sola, no puede hacer frente a los gastos adicionales que entraña su presencia.
De ser así, y hay que esforzarse porque así sea, el impacto de la crisis sobre la economía albanesa sería limitado por dos razones fundamentales: por una parte, Albania apenas tiene relaciones comerciales con la antigua Yugoslavia, por lo que el tráfico comercial no se verá directamente afectado; además, Albania no ha sufrido destrucciones materiales. Pero la situación económica es tan precaria que si no se garantiza el coste del mantenimiento de los deportados las consecuencias serían dramáticas. La ayuda alimentaria que se proporciona a las familias de deportados que conviven con familias albanesas se reparte entre todos, pues el nivel de vida de estos últimos no se halla muy alejado del nivel de subsistencia. En Kukes, las organizaciones humanitarias emplean gente del lugar en vez de deportados para que no haya tensiones.
De todas formas, la situación actual no puede prolongarse indefinidamente. La capacidad de absorción de las familias albanesas es limitada y cabe estimar que al menos la mitad de los deportados tendrá que vivir en tiendas durante bastantes meses. La llegada del invierno, muy frío en la zona, hará muy difícil que los deportados permanezcan en ellas, por lo que, desde ahora, hay que prever la construcción de campamentos más estables en los que se sustituyan las tiendas por estructuras básicas de ladrillo o piedra, manteniendo los techos de lona. Obviamente habrá que habilitar gimnasios o edificios equivalentes, pero éstos escasean. La dificultad política de esta opción, por otra parte inevitable, es que nadie quiere dar la impresión de que los deportados van a quedarse mucho tiempo: no lo desean ni ellos ni los gobiernos de la zona, pero una mínima dosis de realismo debe prevalecer en las previsiones si se quieren evitar sufrimientos adicionales a una población que ya ha sufrido bastante.
La situación es distinta en Macedonia y Montenegro. En Macedonia, las autoridades no parecen dispuestas a aceptar más de 60.000 deportados por temor a alterar el equilibrio étnico del país en el que entre un 20% y un 30%, de una población de algo más de dos millones de habitantes, es de origen albanés. Y aunque Macedonia es más rica que Albania (1.600 dólares por habitante en 1998), la guerra actual ha interrumpido su comercio con Serbia, que era su principal mercado: el impacto económico será, pues, importante. Y más aún en Montenegro, que, junto con Serbia, forma la República de Yugoslavia. En este caso hay que añadir a las perturbaciones comerciales los daños materiales sufridos por algunas de sus infraestructuras. Pero como Macedonia, Montenegro es más rico que Albania, que es el país más pobre de la zona.
Las consecuencias inmediatas de la guerra en los países limítrofes con Serbia no son similares. Por el momento Macedonia se ve más afectada que Albania; ya han cerrado algunas fábricas, lo cual introduce una tensión adicional en un país que cuenta con un tercio de su población activa en paro. Por otra parte, si la ayuda a los deportados fallase se producirían de inmediato epidemias y, probablemente, problemas de desnutrición en algunas zonas. Es pues fundamental continuar ayudando. Más allá de lo inmediato, hay que pensar desde ahora en un Plan Marshall para la zona, comprendidos Kosovo y Serbia, que permita, una vez que se haya garantizado la vuelta de los deportados, la reconstrucción de la zona y el restablecimiento de unos niveles de vida aceptables en los territorios más dañados por esta tragedia a la que hay que poner fin cuanto antes.
3. MIRANDO HACIA EL FUTURO
Lo primero que hay que reconocer es que nada será igual en los Balcanes cuando el conflicto actual termine. Nada será igual porque lo que está sucediendo ante nuestros ojos no tiene parangón en la historia de esa zona: los enfrentamientos entre las diversas etnias que pueblan la región han sido frecuentes, ha habido matanzas, guerras, explosiones de cólera racial, deportados y refugiados; lo que es nuevo esta vez es la ejecución metódica de un plan fríamente calculado que pretende expulsar a todo un pueblo de su territorio, por la intimidación y el terror, para reemplazarlo por otro. La tensión y los odios en la zona no pueden hacer otra cosa que aumentar, alejando las posibilidades de convivencia pacífica en la región.Y sin embargo es eso mismo lo que hay que promover por todos los medios partiendo de una consideración global de la zona. Los intentos de resolver problemas locales aislándolos de los generales de la región han permitido mejorar la situación en algunos aspectos, pero estamos aún muy lejos de una solución duradera de los problemas planteados. Es hora de pensar las cosas desde una perspectiva más amplia partiendo de un principio simple: no habrá solución estable a corto plazo en la zona. Los odios y las desconfianzas son de tal envergadura que muchos piensan que será necesario el paso de una generación para que las pasiones pierdan la intensidad actual y cedan el paso a la tolerancia y a la convivencia en paz. Mientras tanto, de lo que se trata es de imponer primero, y mantener después, una paz que durante mucho tiempo será precaria. Macedonia y Bosnia viven, cada una, en un equilibrio inestable entre comunidades que se observan con recelo, cuando no con odio. Albania, desorganizada y anárquica, corre el riesgo de verse desestabilizada por la llegada de más de 600.000 deportados, que equivalen a casi un 20% de su población.
La vuelta de los deportados a sus hogares y a sus tierras sólo puede producirse en condiciones de seguridad razonable, lo que implica la salida del ejército y la policía serbios de Kosovo. A partir de ahí, existen diversas posibilidades para organizar el futuro, todas ellas inciertas y arriesgadas. Las dos soluciones extremas, es decir, la independencia de Kosovo y la vuelta a la situación anterior, son impensables en la situación actual ya que serían rechazadas por los dos pueblos, serbios y albanokosovares. ¿Alguien piensa que éstos volverían a la tierra de la que han sido expulsados como si nada hubiera sucedido? En cuanto a la independencia, sería imposible garantizarla en una primera fase, por lo que probablemente habrá que descartarla. Quedan las soluciones intermedias que, finalmente, se reducen a dos: reparto territorial y autonomía protegida en la línea de los acuerdos de Rambouillet.
La primera de ellas, el reparto territorial, no parece viable, ya que sería reconocer, de alguna manera, el éxito parcial de las tesis de Milosevic. Además, el reparto sería inestable ya que, probablemente, los serbios exigirían, además de las seis comunas en las que son mayoría, los lugares simbólicos ungidos por la historia, que tendrían que ser objeto de garantías adicionales. Aparte del problema de las minorías en los territorios así delimitados, existiría el riesgo de que los albanokosovares, instalados en las partes más pobres del territorio, que son las que lindan con Albania, terminaran por unirse a ésta, con lo que se despertaría el fantasma de la "gran Albania", lo que a su vez tendría graves consecuencias desestabilizadoras para Macedonia.
Queda pues la solución de una autonomía protegida que permita el retorno de los deportados y alguna forma de convivencia, al principio precaria, con la comunidad serbia que desee permanecer en Kosovo. Es una solución frágil, desde luego, pero probablemente la única viable a corto plazo. El paso del tiempo reduciría, poco a poco, la intensidad de las pasiones hasta que fuera posible un arreglo político en la zona. Esta solución, difícil, compleja, sólo sería viable a largo plazo si en Belgrado se instalara un gobierno moderado y si, poco a poco, los actuales gobiernos, también de signo moderado, de Albania, Macedonia y Montenegro se asentaran sólidamente en sus territorios. En cualquier caso, la presencia de tropas internacionales bajo la bandera de la OTAN o de las Naciones Unidas sería necesaria durante bastante tiempo.
El camino de la paz y de la convivencia será, pues, largo y peligroso. Pero no hay otro. Los avances en los procesos de democratización de la zona pueden ayudar a consolidar la paz siempre y cuando se adapten a las condiciones locales. Es razonable pensar que, poco a poco, la implantación de regímenes democráticos alejará, tras la dura experiencia vivida en estos últimos años, el atractivo que puedan ejercer sobre las poblaciones locales las promesas demagógicas de líderes nacionalistas irresponsables. La puesta en práctica de un Plan Marshall de ayuda económica desempeñaría, en esta perspectiva, un papel esencial.
Los países occidentales, y en primer lugar la Unión Europea, tienen ante sí una importante tarea de ayuda a la reconstrucción de la zona. Por su parte, las organizaciones humanitarias tendrán que aportar su experiencia en estrecho contacto con los habitantes de la zona para que su esfuerzo sea aceptado sin reticencias. Cualquier hipótesis de futuro, incluso la más optimista, requiere un inmenso esfuerzo de coordinación, de acercamiento a la población y de comprensión de sus problemas. Hay que esperar que la razón prevalezca sobre las pasiones desatadas para que, cuanto antes, sea posible vivir en paz en una región en la que las minorías sean respetadas y en la que no se discrimine a nadie. Sólo así será posible construir un futuro razonable para una zona del planeta que tiene, como cualquier otra, un derecho inalienable a vivir en paz.
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