Olvidados y famosos
La gloria artística está reservada a unos pocos; la fama, en cambio, se dispensa a muchos, pero tiene un cruel corolario, y es el olvido. Entre la fama y el olvido discurre una frontera bastante más sutil de lo que muchas veces se piensa. La editorial Castilla y la Comunidad de Madrid acaban de publicar, en edición del profesor Montero Padilla, un volumen antológico de Emilio Carrere, en verso y prosa. ¿Quién se acuerda hoy de Carrere? Vivió los años del modernismo triunfante y se sobrevivió hasta después de la guerra civil; pero fue popular, muy popular. Su poesía de ambientes miserabilistas, que lo hicieron ser conocido como el poeta de las musas del arroyo, gozó en su tiempo de predicamentos muy amplios. En su buena época, Carrere vendía muchos más ejemplares de sus obras que Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o su hermano Manuel. La gente de la calle se sabía de memoria muchos de sus versos. En Madrid, de donde era originario, fue todo un personaje, cuyos itinerarios bohemios formaban parte de su mitología. Carrere fue, por lo menos, una gloria madrileña. Hoy sus versos están olvidados: ni la calle los recuerda ni la gente los lee. Por eso ha de ser bienvenida esta edición, que permite al menos el acercamiento a su obra, hoy inencontrable, y que tiene sobre todo valor histórico.
El caso de Carrere es notorio en cuanto a esa intersección de la fama y el olvido, pero dista de ser el único. Torres más altas han caído, desde luego: valga así lo sucedido con Benavente. Don Jacinto reinó poderoso sobre el teatro español durante 50 años. Su sola firma aseguraba el éxito de sus comedias. Tenía talento don Jacinto, mucho talento, pero lo sacrificó en aras de la fama, de la popularidad. Ésta era tanta, que hasta se le perdonaron, en época más cerril que la nuestra, sus notorias heterodoxias. Por encima de todo, don Jacinto era don Jacinto. Hasta la dictadura no pasó de darle algunos pellizquitos de monja por sus veleidades republicanas: aquello de sus obras anunciadas sin la mención expresa de su nombre. De cuando se representan aún sus dramas, e incluso obtienen algún eco, pero su teatro, salvados algunos fragmentos, es cosa definitivamente del pasado. A don Jacinto no lo salva ni el Premio Nobel, que en España es, en general, poco salvífico. Reparemos en Echegaray, tan buen banquero como pésimo dramaturgo.
Tampoco el cine ha salvado a Vicente Blasco Ibáñez. Es cierto que las adaptaciones de sus obras, que llegaron a protagonizar los más grandes actores de Hollywood y se han extendido hasta bastante después de la guerra, han tirado de su literatura hasta hacerla perdurar más de lo esperable. Todavía, de tanto en tanto, la televisión se acerca a sus obras o al personaje mismo del escritor. Ahora varias editoriales intentan recuperar algunas de sus novelas, y como poseen dosis de interés folletinesco, superior a Ken Follet o John Grishan, y algún regionalismo las jalea e incluso algún historiador desnortado las reivindica, cabe aventurarles cierto éxito en sus tentativas, que uno está dispuesto a aplaudir: es preferible que nuestros lectores frecuenten un español aseadito como el de Blasco, aunque sólo sea aseadito, que el frío spanglish de las traducciones de los best sellers, mucho menos ingenuos y sazonados que las amarillentas narraciones del escritor de Valencia. Pero todo, todo será nada en comparación con la popularidad que Blasco disfrutó en vida; Baroja era estricta insignificancia al lado del autor de Cañas y barro, a quien la política puso también plataformas elevadoras.
Por eso, cuando uno ve a ciertas figuras famosas de nuestra actualidad bien empapadas de su popularidad de calle y televisión -hoy lo uno no se concibe sin lo otro-, bien empapadas y contentas, piensa que no les iría mal aprender de estos ejemplos. Al menos durante unos instantes. Tampoco hay que caer en la ingenuidad de pedirles lo que no pueden dar a quienes ya se han hecho, porque son muy listos, esa composición de lugar y están en la literatura a lo que están: a la caza y captura del éxito fácil, la fama de la calle (y de televisión), los tóxicos de la vanidad. Aun así, Carrere, Benavente y Blasco Ibáñez son tres casos ejemplares, cada uno en grado diverso y condición, sobre la necesidad de poner las barbas en remojo por aquello del vecino. Y por si acaso.
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