El 'democidio' y la guerra
Para quienes creemos que la vida es el bien principal de los seres humanos y que la paz que la preserva es el primer principio que debe regir las comunidades humanas, toda guerra es, en cualquiera de sus formas, un mal y la guerra de agresión es el mal absoluto. De aquí que sólo la defensa concreta e inmediata de vidas humanas y de las condiciones mínimas que las hacen posibles puede justificar el recurso a la guerra, como un mal menor, vituperable pero forzoso. Ese es el eje, pensamos muchos, en torno del cual cabe argumentar hoy la guerra justa. Por ello, la voluntad de poner fin al democidio -desde el impuesto desplazamiento en masa de poblaciones enteras hasta la limpieza étnica y el genocidio- que asola desde hace ocho años los países de la antigua Yugoslavia es la única razón válida para una intervención armada en esa zona. Las apelaciones a soberanía de los Estados, a cuyo cobijo se han perpetrado las abominaciones de Camboya -más de dos millones de inmolados-, Ruanda -más de 600.000 víctimas- y tantas otras, ya no resiste a la reivindicación del derecho/deber de injerencia humanitaria. Alinear los casos de Somalia, Argelia, Afganistán, Sierra Leona, Sudán, Borneo, el Congo, el pueblo kurdo para invalidar la legitimidad de la acción militar en Yugoslavia es una consideración cínica. Porque es evidente que habría que intervenir en todos esos países y acabar cuanto antes con tanto crimen y tanta barbarie, pero que no pueda hacerse en todas partes no impide que comencemos a hacerlo en una.Sobre todo en Yugoslavia, pues lo que allí sucede nos concierne directamente no sólo por razones históricas y geopolíticas, sino por la responsabilidad de nuestros países en el origen de la hecatombe. El fin de la Yugoslavia de Tito hace necesaria la creación de un conjunto que haga viable la difícil convivencia de los países que la forman. La debilidad de Naciones Unidas confiere a Europa un papel decisivo en esa reconstrucción. La Comunidad Europea decide suspender todo reconocimiento a los nuevos Estados hasta que se haya concertado una estructura conjunta llamada a sustituir a la antigua Yugoslavia. Pero 11 días después de adoptada esta decisión, en diciembre de 1991, Alemania reconoce a Eslovenia y dos días después a Croacia, lo que lleva a Francia a reconocer a Serbia, quedando Bosnia, Kosovo, Macedonia y Montenegro en total desamparo. A partir de ese vicio de origen hemos ido de desastre en desastre, hasta esta guerra que no hacemos nosotros, sino la OTAN. Es decir, una de las tres grandes estructuras bélicas de Estados Unidos y de acuerdo con las pautas que le marcan su industria armamentística y su opción militar actual. Opción presidida por la revolución técnico-militar (MTR, ver Andrew Krepinevich) y por la ideología del "cero-muertos" e ilustrada por las prácticas de la iniciativa de la contraproliferación (CPI). Que no ha funcionado en Irak y no puede funcionar en los Balcanes. Esta guerra que impone a la OTAN como la única estructura bélica posible para Europa y hace con ello imposible una identidad europea de seguridad y defensa. Que EEUU quiere evitar a toda costa.
De igual modo, el desmontaje de la modesta capacidad de acción de Naciones Unidas -su presupuesto para intervenciones militares por causas humanitarias y los efectivos de los cascos azules se han reducido hasta hacerlos inoperantes- no es producto del azar, sino resultado de la política norteamericana. Pero esa legítima voluntad de actor hegemónico, que todos los imperios han tenido, no excusa que el resto de los Estados poderosos, y en especial de los europeos, en vez de elevar al 0,7% del PIB su contribución media a la cooperación internacional la hayan disminuido al 0,2%, al mismo tiempo que aumentaban del 100% al 500%, según países, sus inversiones y gastos militares. Y menos aún les exculpa de no haber intentado reformar el sistema de Naciones Unidas para convertirlo en el referente y guía que la comunidad política mundial necesita para existir y actuar.
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