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LOS ÚLTIMOS OSCAR DEL SIGLO

Escaparate de todo, incluidas películas

La fiesta de Hollywood se convirtió en un desfile de trajes y joyas salpicado de bromas

ENVIADA ESPECIALComo era de prever, Whoopi Goldberg se convirtió en el único bastión que se resistió hasta el final, inmarcesible, a lo largo de una gala que se superó a sí misma en cuanto a duración: más de tres horas. Ya dijo Kevin Costner, antes de anunciar que el Oscar al mejor director se lo llevaba Steven Spielberg, que la ceremonia estaba resultando más o menos como las películas que él dirige. Fue justo entonces en el momento en que el nombre de Spielberg surgió del sobre, cuando se produjo uno de esos instantes impagables, fugaces y que lo dicen todo.

Nick Nolte cruzó con su mujer una mirada que venía a decir: "La hemos fastidiado. Otra vez Spielberg". Nolte había visto cómo Roberto Benigni, el nuevo juguete meridional de Hollywood, le robaba el Oscar a la mejor interpretación masculina al que aspiraba por su trabajo en Aflicción; y ahora observaba desvanecerse cualquier posibilidad de que otra de las películas en que ha participado este año, La delgada línea roja, se hiciera con alguno de los premios gordos.

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Guerra mundial por guerra mundial, la Academia prefirió las versiones de Spielberg y de Benigni, cuyas productoras, Dream Works y Miramax, han protagonizado, entre bastidores, duros enfrentamientos que la anfitriona Whoopi Goldberg no dudó en calificar como una tercera guerra mundial... Whoopi Goldberg, la auténtica triunfadora de la noche, que resistió hasta el final sin desfallecer, desde el fastuoso arranque: "Soy la Reina de África... aunque algunos me llaman la Reina Virgen. No puedo imaginar quiénes", hasta su movimiento de hombros ornados con plumaje de avestruz:

"¿Recuerdan Los pájaros? Voy a hacerles los efectos especiales". O su aparición, con un diseño de Beloved: "Soy esclava de la moda", dijo, y a continuación exhibió un anillo con un diamante del tamaño de un huevo de Pascua: "Juro ante Dios que nunca más volveré a pasar hambre". O cuando dijo que iba a donar el traje de Reina Virgen a Elton John. O su humorística mención al tema candente del momento: "Y yo que pensaba que la lista negra la formábamos Hattie McDaniel y yo".

Al recoger su Oscar al mejor actor, Roberto Benigni se convirtió en el segundo director de la historia de los premios que se ha conducido a sí mismo hasta semejante reconocimiento. Cuatro décadas antes, Laurence Olivier lo logró también: por Hamlet. Es decir, por un Shakespeare: el otro fetiche de la última edición de los Oscar. Shakespeare enamorado (con Will Shakespeare, es decir, Joseph Fiennes, curiosamente ausente, salvo en las menciones de sus compañeros: y eso que pertenece a una familia de la que, como del cerdo, se puede aprovechar todo) consiguió siete estatuillas y uno de los más extensos parlamentos de gratitud con nombres de parientes que se ha escuchado en Hollywood.

Gwyneth Paltrow, vestida por Ralph Laurent como una joven Grace Kelly pasada por la anorexia de los años noventa, se remontó hasta sus abuelos, se desvió para recordar a su primo muerto, y todo ello sin dejar de llorar, con un Jack Nicholson algo nervioso detrás, porque es de esos hombres que se impacientan cuando las mujeres sueltan el trapo. En segundo lugar de gimoteo quedó la japonesa Kaiko Ibi, ganadora por el mejor documental de largometraje.

Durante las dos horas y pico que duraron las entradas se produjeron, como era de prever, escenas más excitantes que emotivas. Una de ellas, protagonizada por José Luis Garci, que fue reconocido por los presentadores de la cadena ABC y se refirió sobriamente a su Oscar previo y sus cuatro candidaturas. Roberto Benigni no dejó de besuquear ni de agradecer desde que pisó la alfombra roja: y pensar que este hombre protagonizó aquí, hace algunas décadas, El hijo de la pantera rosa, lamentable secuela de Blake Edwards con Claudia Cardinale, que pasó por todo el mundo sin pena ni gloria. En brazos de la mujer madura (Sofia Loren, la única persona que, anteriormente, ganó un Oscar a la mejor interpretación, en lengua no inglesa), Benigni se hizo con su primer triunfo.

A lo largo de la noche, otros triunfadores irían soltando alguna que otra puya sobre la forma de comportarse de Roberto... y la propia de Whoopi Goldberg tuvo que frenarle cuando vio que estaba dispuesto a repetir su numerito a la primera de cambio. Por cierto, que me parece de escándalo la forma en que la Loren se refirió a la película italiana, como si fuera la única en lengua extranjera que se presentaba... y a lo mejor así era.

Otro momento inolvidable fue aquél en que Bill Condon se levantó para ir a recoger su Oscar al mejor guión adaptado para el cine, el de la oscura, magnífica y modesta (hablando de presupuesto y de apoyos) Dioses y monstruos. Fue entonces cuando Lynn Redgrave (perdedora del Oscar a la secundaria a causa de dame Judi Dench), Ian McKellen (un sir que se había visto desbancado como actor principal por Benigni) y el joven Bredan Fraser (que ni siquiera había sido propuesto por su sensible interpretación del jardinero), se abrazaron, se unieron y disfrutaron como locos de aquella única oportunidad que se le brindaba a su película. Emocionante. Tanto como el homenaje al cine del principio, con un encadenado de secuencias que incluía, menos mal, algunos momentos gloriosos del cine europeo: como la muerte de Ana Magnani, en Roma, cittá aperta, de Roberto Rossellini. No tan afortunados resultaron los otros tributos (el de Frank Sinatra, muy mal escogido; el de Stanley Kubrick, decididamente apresurado y mal montado), y la aparición del caballo descendiente del caballo de Roy Rodgers, por innecesaria.

Si hubo un color que predominó en la gala, en lo que a las señoras se refiere (los caballeros lucieron todas las variantes del tuxedo, en negro; menos Andy Garcia, que iba vestido de vocalista de Los reyes del mambo), fue el rosa. Rosa palo de rosa, rosa-rosa, rosa agrisado, rosa clásico... De Geena Davis (en el preshow: para la ceremonia lució un modelo marrón y beis con pedrería) a la Paltrow, pasando por Meryl Streep (muy entusiasta, como Kathy Bates, a la hora de aplaudir a Kazan; todo lo contrario de Amy Madigan y Ed Harris) y por Liv Tyler, que presentó a su padre, el cantante de Aerosmiths, Steven Tyler.

En cierto momento de la gala, sin embargo, se puso de moda el caqui patriótico, primero con el particular homenaje de Hollywood a personajes históricos conocidos a través del cine (el general Patton y el héroe nacional y también actor Audie Murphy, junto a madame Curie, Glenn Miller y Stephen Bikko), servido por un fondón y barbudo Tom Hanks, que culminó con la presencia del astronauta Glenn, que sirve lo mismo para un barrido que para un fregado.

Y, más tarde, con la sorprendente aparición de Colin Powell, un militar que, si yo no recuerdo mal, no estuvo en la Segunda Guerra Mundial, época que se glosaba, sino en la Operación Tormenta del Desierto, que es harina de muy otro costal. Espero que, en España, el acostumbrado mimetismo no nos dé por empezar a invitar militares a los Goya.

La más elegante de la noche fue, como suele ocurrirle casi siempre, Anjelica Huston, con un traje gris marengo, de pedrería bordada. La más hortera, Celine Dion, que a la entrada llevaba un gran sombrero blanco (se lo quitó para no tapar la vista a los de detrás) y unas gafas de sol de 15.000 dólares, con brillantes en forma de estrella en las patillas.

Nombró la marca unas doscientas veces, cosa nada de extrañar, habida cuenta que la gran noche de los Oscar es, como venimos diciendo, poco más que un escaparate para vender: modelos, joyas, gafas... Y, desde luego, películas.

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