Enésima galería de despropósitos
A lo largo de décadas he titulado otras veces de igual o parecida manera que ahora este comentario ritual de la primavera del cine. Enésima, más una, galería de disparates que luego, mirados de reojo, no lo son tanto, responden a la lógica de una estrategia comercial a ras de suelo (lo que no es malo), pero revestida con una capa adecentadora del prestigio de lo que va de artístico (lo que es peor que malo, es una estafa) sin serlo.Salvo cuando (casos de Sin perdón, La lista de Schindler y Titanic) entra en la pugna, y se lleva la parte del león, una película que funde con vigor calidad y eficacia comercial, el tostón con que Hollywood festeja su ombligo se convierte en un nudo de equilibrios y enjuagues que hay veces que, de puro evidentes, resultan divertidos, pero que hay otras en que no hacen ninguna gracia, porque en sus decisiones se pisotea la delicadeza del talento.
Por ejemplo, considerar el mejor actor al estupendo bufo Roberto Benigni no tendría mayor relevancia que la de hinchar un divertido globo, si al mismo tiempo no se dejase en la cuneta, con caras patibularias por la incredulidad ante algo que se parecía a un chiste del cómico italiano, a Ian McKellen y Nick Nolte, intérpretes inmensos, situados a distancias astronómicas por encima del buen y simpático Benigni. Pero McKellen es un actor británico que Hollywood sabe inasimilable, y Nolte un chico mimado de la casa, que se ha vuelto últimamente díscolo, se ha cansado de lagartos y de efectos especiales, ha cogido sus bártulos y se ha ido con ellos al cine independiente, desde el que ha aportado la mejor, con mucho, película estadounidense del año, Aflicción, que naturalmente fue arrinconada, pero, eso sí, con la coartada de un Oscar de consuelo a James Coburn, para cubrir la retaguardia del disparate con un toque de justicia hipócrita.
Que Paul Schrader, por su ausente Aflicción, no sea Oscar al mejor director y al mejor guionista, es en realidad el gran despropósito del reparto de este año. Pero hay otros. Por ejemplo, que Shakespeare enamorado se lleve el Oscar a la mejor película y al mejor guión original, pero no el correspondiente a la mejor dirección, que le ha correspondido al más que solvente, al casi indiscutible Steven Spielberg, por su Salvar al soldado Ryan. ¿Cómo se come eso? ¿Acaso es posible convertir el mejor guión en la mejor película por alguien que no es el mejor director? En la viejas reglas, escritas y no escritas, del oficio del cine no hay manera de vulnerar este triángulo. "Sólo un gran director puede convertir un gran guión en una gran película", dijo una vez Akira Kurosawa. Pero los miembros de la Academia de Hollywood, aunque a veces den a sus equilibrios soluciones que parecen de analfabetos, no lo son en absoluto, y saben perfectamente que dar el Oscar al mejor director al mediocre John Madden, director de Shakespeare enamorado, hubiera cantado toda la trampa del tinglado. Y rizaron el rizo: Oscar a la mejor película y al mejor guión para un filme que, a poco se esquine la mirada, se intuye que los académicos saben perfectamente que está tópica y zafiamente dirigido, hecho con buenos adornos adosados y un competente reparto que funciona sin nervio y sin vértebra. Shakespeare enamorado compitió hace un mes en el Festival de Berlín y obtuvo allí el premio al mejor guión. Discutible (porque es una escritura más hábil que buena), pero no disparatado. Lo que no se discutió es la mortal inanidad de la dirección de John Madden. Y la pregunta vuelve sola: ¿qué enjuague esconde una decisión que, evidentemente consciente de la vulgaridad del director, da como la mejor a su película? Sólo cabe pensar que de las cuatro películas competidoras de Shakespeare enamorado, American history X es el relleno de un filme hinchado, que estaba allí para hacer bulto; La vida es bella ya había sido encumbrada en otros apartados; La delgada línea roja fue un adorno sobrante, pues su estilo rompe, incluso pulveriza, las tradiciones de Hollywood, lo que la descartaba de antemano, y Salvar al soldado Ryan es un filme modélico, pero tambien una ubre exprimida.
En cambio, Shakespeare enamorado es una película reciente, que ahora mismo está iniciando su carrera comercial en todo el mundo, y hay que empujarla, exprimirla. Los Oscar son premios de puro negocio, y se reparten en consecuencia. No es esto lo malo. Lo malo, y volvemos al comienzo, es que se cubra el color verde del dólar con la chapa dorada del prestigio artístico. En los Oscar, el cine como arte y como lenguaje sigue siendo el último mono del show, del tostón de siempre, el enésimo, pero seguro que no el último.
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