La incierta paz del siglo XXI
Avanzándome unos meses a lo que sin duda será una plaga de artículos de reflexión sobre lo que ha sido el siglo que termina y lo que nos depara el futuro, quisiera poner la atención a una serie de hechos ocurridos en las últimas semanas, y que a mi entender son suficientemente significativos de algunas tendencias que se están configurando o consolidando a nivel internacional, y que por ello van a influir en los próximos años.Una de ellas es la decisión del presidente Clinton de aumentar en 110.000 millones de dólares los presupuestos militares para los próximos seis años, cuando en estos momentos ya son del orden de los 270.000 millones anuales, una cifra cinco veces superior a la ayuda oficial al desarrollo que cada año se concede en todo el mundo. Una década después de abrirse esperanzas tras la caída del muro de Berlín, las patologías del belicismo del pasado vuelven a resurgir con fuerza en algunos países, sea en presupuestos militares, en tecnologías armamentísticas o en políticas intervencionistas. Estados Unidos abandera la vuelta a la ceguera, pero otros países menos potentes vuelven a apreciar la miopía política, mofándose unos y otros no sólo de los desafíos que presenta el nuevo siglo, sino también de la angustiosa situación en que ha de vivir ahora mismo una parte considerable de la humanidad, privada de futuro, de esperanza y de la misma decencia. Los informes anuales del PNUD, de la Unicef, de la OMS, de la Unesco o de cualquier agencia de Naciones Unidas, a pesar del optimismo que puedan desplegar algunas de sus páginas cuando señalan avances parciales en sus respectivos sectores, son también una letanía de la absurdidad a que hemos llegado hace ya tiempo, donde los pobres, los excluidos y los marginados no son más que números de unas escalofriantes estadísticas, y no seres humanos con los que nos debería ligar un fraternal compromiso político de rápida mejora de su existencia, y para que puedan tener las oportunidades que en otras latitudes incluso parece que ya empezamos a despreciar.
En este año 99, España va a gastar nada menos que 250.000 millones de pesetas para investigar en proyectos armamentistas. Esta escalofriante cifra, repartida entre los ministerios de Defensa e Industria para desarrollar aviones y carros de combate, fragatas y otros artefactos, no ha merecido apenas queja ni protesta alguna. Sin embargo, ¿cómo explicar que un país como España, que no es ninguna superpotencia, dedique en un año y para investigar en armas más recursos económicos que los que tienen disponibles todas las universidades españolas para realizar trabajos de investigación, duplique el presupuesto anual de las Naciones Unidas, y sea 110 veces superior al presupuesto anual ordinario y extrapresupuestario de la Unesco para llevar a cabo su programa de Cultura de Paz en todo el mundo? ¿Es razonable que este gasto que realiza España sea 122 veces superior a las contribuciones voluntarias que la Administración dedica al Acnur, la Unicef, el PNUD, el PNUMA y la FAO juntas? Dicho en otras términos, la protección de los 40 millones de personas refugiadas o desplazadas del mundo, la atención a la infancia desescolarizada, el esfuerzo para lograr el desarrollo humano y sostenible en el mundo o garantizar la alimentación de millones de seres, son objetivos que merecen 122 veces menos atención y prioridad que la investigación de nuevas armas. Ésta es la moral y el sentido ético que impera en algunos Gobiernos en el siglo que terminamos.
Quienes se dedican al estudio de los conflictos hace años que han detectado y analizado suficientemente los motivos de fondo, las raíces, de los conflictos que caracterizan el final de siglo, casi todos ellos producidos en el interior de los Estados: el control por los recursos naturales y energéticos, el no reconocimiento del derecho a la autonomía, la cultura de la violencia, la exclusión política, la debilidad de muchos Estados, la impunidad de asesinos y dictadores, la crisis de los sistemas de justicia, la intolerancia y el fanatismo religioso, la economía de las drogas, la manipulación de las diferencias étnicas, las luchas por alcanzar o mantener el poder político, la falta de hábitos democráticos, el militarismo, etcétera. Muy pocas, poquísimas, de esas raíces pueden tratarse mediante el armamentismo y los aparatos militares convencionales, y sí en cambio con nuevas políticas culturales, sociales y económicas, con nuevos enfoques para el desarrollo, tomándose en serio lo que significa la prevención de los conflictos, acercando a los pueblos mediante un mejor conocimiento de lo que son y lo que quieren, levantando barreras, desmitificando y desacralizado la propia historia y un sinfín de cosas consultables en numerosos estudios e informes, muchos de ellos publicados por la Unesco y otros organismos internacionales.
Sin embargo, y al mismo tiempo que suceden estas realidades descorazonadoras, en el mundo hay también procesos sumamente optimistas, aunque es una incógnita si llegarán a tener la fuerza suficiente para defenestrar a los miopes políticos que nos conducen al desastre, y que para perpetuarse han instalado una insoportable e insostenible cultura de la indecencia, la banalidad, el egoísmo y la competición. Me refería, fundamentalmente, a la esperanza que suscitan en el mundo las redes cada vez más numerosas de ONG, sectores profesionales y movimientos sociales, muchas veces en alianza con organismos internacionales, cuyo discurso y quehacer cotidiano son algo más que un contrapunto simbólico a los discursos oficiales asentados en mentiras o medias verdades, pues constituyen ya una de las primeras fuerzas movilizadoras del mundo contemporáneo.
El discurso político convencional y su correspondiente forma de ejercerla política no está capacitado para afrontar los desafíos del siglo que viene. El divorcio entre sus prioridades y lo que requiere el mundo para universalizar la dignidad de la existencia es abrumador. El nuevo milenio, por tanto, necesita con urgencia líderes políticos con sentido de humanidad, visión universal y a largo plazo, así como capacidad pedagógica para explicar el necesario destierro de la sacrosanta ideología de la competitividad, porque la vida es una experiencia y una aventura en la que todos los seres humanos tienen el derecho a participar y a disfrutar, y eso no es compatible con el feroz adoctrinamiento económico y social de que hay que machacar a los demás para poder triunfar, y que todo vale para alcanzar mayores parcelas de poder y de dominio.
Las claves del futuro en dignidad no están en Davos, sino en los numerosos foros que construyen los modestos, los del piso de abajo, con la complicidad y sabiduría de gente como Bru Harlem, Federico Mayor o Nelson Mandela. A mediados de mayo, por ejemplo, se celebrará en La Haya un magno acontecimiento que reunirá a gentes de todo el mundo para conmemorar el centenario del llamamiento de La Haya por la Paz. La agenda está estructurada en cuatro ejes, que a mi entender debería ser las máximas prioridades universales de toda la actividad política: reforzar las leyes e instituciones humanitarias y de derechos humanos, mejorar la prevención y la resolución pacífica de los conflictos, desarrollar y vincular los esfuerzos para el desarme (incluida la abolición de las armas nucleares) y desarrollar una cultura de la paz a partir de la identificación de las raíces de la guerra y los conflictos. Sin avanzar seriamente en este tipo de cosas será muy difícil dar salida a las pretensiones de instaurar un Tribunal Penal Internacional eficaz, asegurar la capacidad de investigación de la OSCE y de la ONU o concertar acuerdos regionales que garanticen la seguridad de los pueblos a través de compromisos de desarme y no agresión.
Otro signo esperanzador es la constatación de que en los últimos años cada vez es mayor el número de países cuyos Gobiernos toman la decisión de aliarse con sus opiniones públicas para hacer frente a problemas concretos vinculados con la (in)seguridad. Sucedió antes con las minas antipersonal, y ahora para conseguir el control de los 500 millones de armas ligeras que circulan por el mundo. Es lamentable, no obstante, que España no figure casi nunca en este grupo de países, que el Gobierno no aproveche las iniciativas impulsadas por varias ONG españolas y la amplia sensibilidad que la mayoría de los grupos parlamentarios han ido adquiriendo en estos temas a lo largo de los últimos años, o que a estas alturas todavía no se atreva a explicar a los parlamentarios y a la sociedad los armamentos que exporta a cada país, algo vital para comprobar si se cumple o no el Código de Conducta aprobado por la Unión Europea. Nos acercamos al nuevo siglo, por tanto, con elementos positivos y negativos en cuanto al tránsito de una cultura de violencia a una cultura de paz, pero es difícil ser optimista mientras las prioridades políticas y económicas estén tan vinculadas a las patologías del pasado, y el presente esté todavía gestionado por especialistas de la insolidaridad.
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