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Reportaje:

La dignidad de los gastrónomos

Al observar año tras año la interesante labor que vienen realizando en el campo de la promoción gastronómica (sobre todo la de los cocineros más jóvenes) los tan maduros como hipercríticos miembros del gastronómico Club de Fourchetes, vienen inmediatamente a la cabeza reflexiones entrecruzadas sobre la edad y la condiciones de un verdadero gourmet, y también de las virtudes y defectos de los tan denostados (casi siempre sotto voce) críticos gastronómicos. O digámoslo de la forma más brutal y directa como la que nos espetan a la primera de cambio irritados profesionales hosteleros: ¿quien da patente de corso a muchos de estos críticos para poner patas arriba a un restaurante o destripar a un chef consagrado cuando nos saben ni siquiera freír un huevo? Vayamos por partes. Un gran gastrónomo contemporáneo, el médico Édouard de Pomiane, que murió ya octogenario, autor entre otras obras de la de Comer bien para vivir bien (1922), nos legó una frase deliciosa: "No se tiene más edad que la que se ejerce". En cuanto a la definición de lo que es un verdadero gastrónomo también nos apoyamos en opiniones consagradas, a modo de muleta para lidiar este difícil morlaco. En primer lugar la de otro escritor y gran gourmand francés James de Coquet, famoso crítico de Le Figaro Literaire, quien manifestó algo realmente definitivo al respecto: "Para mí, el gastrónomo no es un hombre sentado a la mesa, servilleta al cuello, ante más de un centenar de ostras. Y no por horror de los excesos, pues éste es también un plato que hay que probar de vez en cuando, sino porque el título de gastrónomo, como el de embajador, no designa una función sino una dignidad. Y cuando se ha merecido tal dignidad, se conserva para toda la vida, incluso a la edad de la sopita y el huevo pasado por agua". Y sigue más adelante el escritor francés en sus conclusiones sobre lo que es un gastrónomo: "Un hombre que busca la perfección en el único dominio en que puede esperarse hallarla tres veces al día". Esta aguda reflexión la hemos podido constatar en nuestra particular vivencia a través de una persona de recuerdo imborrable. Se trata de Antonio Fonbellida, el gran patrón de la entonces renteriana casa Panier Fleuri y padre de su actual rectora Tatus Fonbellida, cuando, ya retirado y muy mayor, visitaba el entonces en boga restaurante irundarra Illarramendi. Gustaba el bueno de don Antonio oír las prolijas explicaciones del maître y del cocinero acerca de la retahíla de platos y ofertas de su carta. Una vez llegados a la mesa, el que fuera gran maître y gastrónomo los miraba detenidamente y piropeaba sus presentaciones para, por fin, degustarlos tímidamente, picoteándolos tan sólo como un pajarito, y apostillaba: "Simplemente oír estos nombres y descripciones le hacen a uno rejuvenecer; y es que ya disfruto únicamente con la literatura culinaria". Lo dicho, el título de gourmet es una dignidad que se mantiene altiva hasta la muerte. Pero ante la pregunta del millón, ¿cómo se hace un gourmet y sobre todo un crítico gastronómico?, la respuesta es múltiple y compleja. Del cocinero se dice que se hace y del parrillero que nace. Un verdadero crítico culinario, un paladar refinado, surge del estudio, de la reflexión y la práctica, sobre todo de mucha práctica. Por supuesto, las dotes innatas y la actitud son también importantes. Hay gentes que se aferran a su zafiedad infantil y no hay forma de cambiarles ni aunque vivan cien años. Bien es verdad también que el caldo de cultivo familiar es un elemento llamémosle de efecto trampolín para el lanzamiento a la piscina del buen gusto del gastrónomo del futuro. Por otra parte, un crítico gastronómico, para llegar a tener autoridad moral, que no es lo mismo que el poder autoritario del que siembra el terror, ha de tener como compañeras de viaje a la humildad y a la sencillez. Tampoco el acriticismo o la bobaliconería (el todo el mundo es bueno) son cualidades de un verdadero crítico, si bien la otra cara de la moneda, la altanería, puede pagarse en algún momento cara, porque al sembrar vientos se suelen recoger tempestades. Hay un ejemplo histórico que no tiene desperdicio. Lo protagoniza el bretón Charles Monselet, el que fue llamado sucesor de Grimod de la Reyniére, ya que por su estilo, gracia y naturalidad a la hora de escribir sobre temas gastronómicos no le era difícil emular a su mítico maestro. Monselet, que escribía a las mil maravillas, sobre todo de temas culinarios, no parece sin embargo que destacase por ser precisamente un morrito fino: su paladar y su olfato dejaban bastante que desear. Así que al pijotero de Monselet, hipercrítico en sus apreciaciones, le dieron de probar de su propia medicina. Aurelien Scholl contó, una vez que Monselet murió, la terrible jugarreta de la que fue objeto por parte de Eugéne Chavette. Éste le invitó una vez a cenar en su célebre restaurante de París, Brebant, y le ofreció un menú magnífico, digno del homenajeado: Sopa de nidos de golondrina, lubina, costillas de corzo con salsa picante, urogallo relleno de aceitunas. Todo regado con vinos no menos soberbios: el renano Johannisberg, el borgoñón Clos de Vougeot y el bordelés Château Larose. Monselet quedó francamente encandilado por los manjares que le ofrecieron y se dedicó a cantar las excelencias de cada uno de los platos y vinos. Pero una vez finalizada la comida se destapó el maquiavélico engaño. Los nidos de golondrina no eran otra cosa que un triste y vulgar caldo disimulados con unos raquíticos fideos. La lubina era un bacalao fresco disfrazado, al que se había puesto como espina un doble peine muy fino que sirvió a la postre como muestra infalible de tan cruel burla; las costillas de corzo eran de lechal marinadas en bitter; el urogallo, nada más y nada menos que un vulgar pavipollo empapando en absenta. Y con los vinos, tres cuartos de los mismo: la botella de Clos de Vougeot era un vino tinto corriente, al que se había echado una cucharadita de coñac y una flor de violeta para darle aroma. Con el burdeos se había procedido a una mistificación parecida y el Joohannisberg era un vulgar Chablis mezclado con un poco de esencia de timol. Terriblemente consternado, Monselet lo único que pidió es que se mantuviera el secreto hasta su muerte, petición que fue aceptada por parte de sus despiadados anfritiones.

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