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Tribuna
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Clericales

La actitud del Papa apoyando, de un modo u otro, a Pinochet ha suscitado reacciones hostiles en los medios laicos. La verdad es que a uno se le ocurre lo de aquel viejo político que a la interpelación de un joven radical: "Don Fulano, no vote usted a los católicos", respondió con sorna: "Pero, hijo mío, si aquí todos somos católicos". Así es. Llevamos días amplificando el mensaje papal, que es el que cabe esperar de cualquier Papa. Pinochet es oficialmente católico; por tanto, el Papa lo apoya: no está la cosa para dejarse escapar fieles de tanta alcurnia, aunque sea manchada de sangre.La Iglesia -la Iglesia institución- ha actuado así durante todo el siglo XX. Pío XI condenó, es verdad, lo mismo el nazismo que el comunismo, pero firmó con Mussolini los Pactos Lateranenses, que le otorgaron al Vaticano su actual estatus y le sirviera al dictador para consolidar su situación y atraerse a los católicos. Pío XII se desvivió por Franco, a quien concedió las máximas condecoraciones, lo prestigió aún más de lo que estaba ante los creyentes y obtuvo un Concordato ventajosísimo, que la Iglesia sigue manteniendo, con leves retoques, después de 20 años de Estado oficialmente laico.

Juan XXIII y, en cierta manera, Pablo VI fueron la excepción a la regla. Lo normal es que suceda lo que ahora, al parecer, ha sucedido. Juan Pablo II le echó la bronca hace años a Ernesto Cardenal en Nicaragua, y a lo mejor hasta se la merecía, qué sé yo, pero su Iglesia ha guardado un pulcro silencio ante los siniestros atropellos de Chile, Argentina y Uruguay. El Papa reinante, el Papa-rey (que ha sido uno de sus títulos), defiende los intereses del Estado Vaticano, que es una potencia internacional alineada desde hace mucho tiempo con las potencias más conservadoras del planeta. Woytila ha rendido preclaros servicios al orden vigente al contribuir de manera decisiva a la caída de los regímenes comunistas, en especial al de Polonia. El protestante Reagan encontró en él un impagable aliado; se ve que en la práctica funciona eso de los hermanos separados. Y es que el Vaticano siempre ha estado con el poder, y si los comunistas hubieran sido más respetuosos con la Iglesia no habrían tenido problemas. Cuando Castro se ha puesto mansurrón, el Papa ha acudido a La Habana sin demasiados remilgos: hay intereses que defender. Por eso uno no acaba de entender por qué hay que indignarse porque el Papa haga de Papa, como ocurrió también cuando decidió beatificar a ese gran proveedor de divisas e intereses que fue Josemaría (así, todo junto) Escribá de Balaguer, el autor de Camino, el libro rosa de la Iglesia. Es lo normal: no va a beatificar a Camilo Torres o al obispo Romero; tiene que beatificar a los suyos. Y no hay que ponerse nerviosos, porque eso revela, en el fondo y en la forma, nostalgia de la fe, o bien que nos hemos vuelto todos de la teología de la liberación, que de teología tiene poco. Los católicos, por lo demás, son menos clericales que quienes se quejan de la conducta del Papa. Hace más de 30 años que el Vaticano prohibió la píldora y el personal creyente lleva los mismos atiborrándose de ellas y dándose, a la vez, multiplicados golpes de pecho. No vamos a aleccionar a los católicos de cómo hay que ser católicos y de cómo hemos de suscribir las actitudes del Papa. Es mejor, desde luego, un Papa liberal que un Papa reaccionario, aunque bien mirado ser Papa y liberal es un contrasentido. Cuando murió Juan XXIII, las beatas de Sevilla se sintieron aliviadas porque el Papa, al paso que iba, "acababa comunista", y los progres de la época aplaudíamos cuando veíamos El evangelio según san Mateo de Pasolini y la dedicatoria de la película A la venerada memoria de Roncalli. Por más que Juan XXIII fuera un tipo excelente, ni teníamos que haber aplaudido entonces, ni ahora, de vuelta ya de la progresía, los más debemos condolernos por el pinochetismo del Papa. Éste es su problema y el de los católicos que lo siguen.

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