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El viaje al centro

El año 1977, con motivo de las primeras elecciones democráticas desde la República, apareció en España una coalición electoral denominada Centro Democrático que inmediatamente después se transformó en el partido de la UCD. El partido se proclamaba de centro, lo que tenía bastante sentido, porque en la realidad española, recién muerto Franco, había una derecha que seguía siendo la derecha de verdad.Algunas de las señas de esa derecha son bien conocidas: antiliberal democrática en su sistema proclamado de organización política (la democracia orgánica, si recuerdan); religiosamente integrista, aunque un sector significativo de la jerarquía eclesiástica había evolucionado hacia posiciones abiertas (Tarancón al paredón, si también recuerdan); militarista (los ejércitos, esencia de la patria, y con función política última y definitiva); consideraba que la Guardia Civil era no sólo el guardián, sino el árbitro del orden; su sistema de organización familiar era tradicional, nada de divorcio, ni mucho menos aborto, y posición subordinada de la mujer en la organización jurídica de la familia; unidad de la patria, entendiendo por tal centralismo y rechazo de las consecuencias políticas de singularidades territoriales; nacionalismo ferviente (ser español es de las pocas cosas serias que se puede ser en esta vida)... Y qué decir de la izquierda, que se proclamaba marxista y partidaria de nacionalizaciones, como programa, digamos, mínimo.

En tales circunstancias, ser de centro tenía un evidente sentido. De suyo, ese centro contribuyó, muy eficazmente, a crear un régimen liberal democrático, un Estado social de derecho, un sistema garantizado de derechos, el divorcio, la equiparación jurídica de mujeres y hombres en el derecho familiar, la igualdad de sexos, el sistema de autonomías políticas, la separación de la Iglesia y el Estado, la sujeción de las Fuerzas Armadas al poder civil, la fijación del sistema de garantías en un poder judicial independiente.

Esa derecha de hace 25 años ya no existe; quiero decir que no existe como fuerza política organizada y con eco electoral apreciable; entre las fuerzas políticas parlamentarias españolas ninguna se proclama defensora de aquellos viejos principios político-sociales; nadie pide una vuelta atrás en los caminos iniciados, ni siquiera en el del aborto. En realidad, esa derecha tenía ya muy débil convicción en 1976; de lo contrario no hubiera aceptado la Ley de reforma política.

El franquismo le hizo un buen servicio a la derecha tradicional, pues, con todas las salvedades que se quiera, la tuvo en el poder 40 años. Y, a la vez, le dio tal imagen que casi se ha extinguido o no ha podido levantar cabeza. Todo lo que está tocado de franquismo digamos ideológico está teñido de desprestigio social profundo, hasta el extremo de que los partidarios de esas ideas o actitudes no se atreven a defenderlas en público, ni casi en privado. Es sorprendente que en España no haya un partido de nostálgicos, como los neofascistas italianos, que ahí siguen, aunque muy difuminados (pero es que en Italia han pasado más de 50 años, y aquí apenas 25). Hasta tal punto lo exaltado por el franquismo está en declive que en España se ha producido un desvaimiento (teórico y práctico) de lo que podríamos llamar el nacionalismo español, que no tiene parangón probable con lo que sucede en otros países europeos. Todo esto es consecuencia, también en gran medida, de una transformación social honda, relativamente rápida, y sin precedentes.

Pero los partidos tienen sus mitos y su retórica. En España y fuera, las discrepancias de unos y otros se han reducido, lo que se traduce, sin embargo, en una lucha muy descarnada por el poder, que tiende a adornarse de retórica, que nadie se cree, en un doble sentido, la que enaltece los propios méritos y la que trata de demonizar al contrario. En esta segunda tarea, la izquierda, para afirmarse, quiere colocarse enfrente de "la derecha de toda la vida"; pero los que así son calificados afirman que, de eso, nada va con ellos. Y además hay un aspecto más sustancioso y profundo, está en los programas: mantenimiento del Estado de bienestar, consenso de fuerzas económicas, europeísmo, etcétera. No es que no haya diferencias, que las hay y muchas, pero son sobre todo de estilo o talante y de amigos en el poder, no de sustancia de la acción política. En un país europeo de la UE, ¿qué abismo puede separar a unos de otros? Todo lo más, un charco de agua, que la retórica tratará de convertir en proceloso mar. Quien en el siglo XX europeo continental no ha cambiado profundamente es que no ha tenido que hacerlo por razón de edad, o por rara excepción; no existe, como fuerza operativa, aquella derecha; ni, por supuesto, aquella izquierda; hay que actualizar la retórica.

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