El penoso final de la década sensacionalista
Salvado Bill Clinton, la opinión pública deja en el banquillo de los acusados a quienes trataron de explotar el caso Lewinsky apelando a las presuntas debilidades puritanas de la sociedad norteamericana y sin detenerse en escrúpulos para utilizar todo tipo de recursos sensacionalistas. Los grandes perdedores de este escándalo son la clase política en su conjunto, confundida con una pandilla de desalmados revanchistas, y los medios de comunicación, particularmente aquellos reconocidos como serios. Los otros, los llamados tabloides, no solamente no han ganado nada con esta historia, sino que han perdido su exclusividad en el reino de las bajezas, invadido ahora por las más respetables cabeceras.Frente a la insistente presión de las sucesivas revelaciones periodísticas que arrojaban sobre el país los episodios sexuales de la Casa Blanca, la opinión pública se ha mantenido firme en su respaldo a Clinton, más que por amor al presidente, como rechazo a lo que los ciudadanos interpretaban como injusto e innecesario acoso inquisitorial.
David Kamp recoge en Vanity Fair la decepción de muchos respecto a una década, la de los años noventa, que nació con la ilusión de barrer con el mercantilismo y la superficialidad de los ochenta, y que acabó convirtiéndose en lo que él llama "el decenio tabloide", un periodo en el que casos como los de Anita Hill, O. J. Simpson, Lorena Bobbitt, Heide Fleiss, Woody Allen y Mia Farrow, Paula Jones y otros varios llevaron el debate nacional en Estados Unidos a niveles de vulgaridad nunca conocidos hasta ahora.
La década concluye merecidamente con el sensacionalismo instalado en uno de los santos lugares de la nación, el salón de plenos del Senado, donde lo más distinguido de la clase política norteamericana consumió sus últimas semanas buscando en el relato tonto de una inocente becaria algún indicio que les permitiera destituir al presidente.
La clase política tiene costumbre y recursos para desandar los pasos dados y salvarse pronto de la quema. Para los medios de comunicación, el daño es mayor. El caso Lewinsky ha inaugurado un estilo de periodismo que, derrotado por la velocidad de las nuevas tecnologías, renuncia a la regla de la doble o triple confirmación de un hecho, cede ante los más innobles métodos de obtención de la noticia y eleva a esta categoría los simples chismes, quizá ciertos, pero también insustanciales y sucios.
El caso Lewinsky arrancó con una página en Internet que adelantaba lo que el semanario Newsweek no se había atrevido a publicar aún por falta de pruebas. Todos los medios se precipitaron sobre el escándalo sin mayor reflexión. La historia se sustentaba sólo en grabaciones ilegalmente hechas por Linda Tripp, una amiga de Monica Lewinsky. El hecho de que gran parte de los detalles contenidos en esas grabaciones acabaran siendo verdad no hace más perdonable la actuación de la prensa, como la publicación hoy de la muerte del Papa no dejaría de ser una irresponsabilidad por mucho que ésta se confirme dentro de algún tiempo.
La prensa norteamericana no ha ofrecido sobre el caso Lewinsky más exclusivas que las que las partes involucradas en el conflicto -el fiscal Starr incluido- han querido facilitarle en función de sus propios intereses. Los periódicos se han limitado a reproducirlas ante el temor de que el que no lo hiciera quedaría fuera del juego de la actualidad. Nada más diferente a lo ocurrido en relación con el caso Watergate. En aquella ocasión, un grupo de profesionales tiraron de hilos ocultos hasta desvelar un inmenso compló. Watergate inauguró el momento más brillante del periodismo de investigación. El caso Lewinsky es un hito del periodismo de sensación, en el que lo importante no es la historia que se descubre, sino el carácter sensacionalista de sus ingredientes, por muy irrelevantes que éstos sean.
Al plantarse ante esa forma de hacer política y de hacer periodismo, la opinión pública norteamericana, además de arrasar con el tópico del puritanismo, puede evitar, tal vez, que la plaga del sensacionalismo se extienda.
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