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Otra izquierda para España

Fernando Savater

¿No estamos a comienzos de año, a fin de milenio, recién regresados a su establo los camellos de los Reyes Magos? Tiempo pues de súplicas al destino, de anhelos proclamados en voz alta sin destinatario preciso o dirigidos "a quien corresponda", como las cartas de los suicidas. El mío lo cifro en las cuatro palabras que dan título a esta nota. Pero harán falta algunas más para justificarlo y orientar su alcance.Cuando hablo de "otra izquierda" no me refiero a una nueva formación política -ni la excluyo-, sino más bien a un modo diferente de jugar la baza política, a una interpretación distinta de lo que hoy supone hacer política de progreso y no de mero "mantenimiento" a la defensiva de lo agredido por la reacción. Una izquierda entendida como combinación interactiva de principios ideales y análisis prácticos, nunca como declamaciones residuales inspiradas en la mentalidad de la difunta guerra fría y puestas al servicio sectario de gremios enquistados en la vida parlamentaria. Una izquierda que refuerce, concrete y profundice los valores de la ciudadanía actual, no que justifique la tendencia a conculcarlos o "superarlos". En fin, me dirán ustedes que otra vez la cuadratura retórica del círculo caucasiano. Pues disculpen pero ya les he advertido que este es un artículo pervertido por el idealismo atroz que inspira la convención del Año Nuevo.

Antes de empezar a patinar en el hielo de lo que debería ser, empecemos por dar un par de patadas en el firme terreno de lo que ya no puede ser. No puede ser de izquierda racional la actitud que cierra los ojos (o aún peor, que guiña el ojo) ante el indecoroso enjuague del indulto a los secuestradores de Segundo Marey. Y aún menos si tenemos que leerlo como anuncio de enjuagues venideros, sea en lo referente al caso de Lasa y Zabala o a otros crímenes terroristas de signo opuesto. No creo en una reconciliación de todos basada en la enemistad optativa de cada cual con el cumplimiento de las leyes que "perjudican" a sus colegas. La mayoría de las zalemas que ahora se hacen a las víctimas del terrorismo confunden los derechos del ciudadano con el auxilio a los damnificados, lo cívico con lo humanitario: porque lo primero que tienen derecho a esperar las víctimas de ETA o del GAL no es una subvención o la bendición del obispo, sino justicia, es decir, el castigo jurídicamente adecuado de los culpables. La libertad de Barrionuevo, Vera y los demás es la mala noticia con la que se cerró el cincuentenario de la Declaración de Derechos Humanos, cuyo momento más feliz fue la detención de Pinochet. Tampoco puede ser que las declaraciones de la izquierda sigan orientadas en lo internacional de acuerdo con parámetros residuales de la antigua guerra fría bipolar. Por ejemplo, en un brindis sueco, Saramago exhortó a los ciudadanos a salir a la calle reivindicando sus derechos y deberes; acto seguido corrió a mostrar de nuevo su apoyo a Fidel Castro, célebre entre otras cosas por encarcelar a los cubanos que se portan como recomienda elocuentemente Saramago. Los turiferarios han alabado al premio Nobel por su coherencia... A otros se les ha oído quejarse de que los recientes bombardeos americanos de Irak no hayan despertado tanto rechazo como la guerra del Golfo hace diez años. Pero siguen sin ver que entonces una medida discutible aunque justificada (invasión de Kuwait, amenaza directa a fuentes de energía, autorización de la ONU) concitó tal trémolo de improperios que ya no ha quedado ninguno útil para calificar la agresión actual, unilateralmente decidida en Washington más por razones de política interna que exterior y muchísimo menos presentable. Malgastando la indignación ante lo que hacen los americanos regular, nos quedamos luego roncos a la hora de denunciar lo que hacen verdaderamente mal. Así tampoco se va a ninguna parte.

Digo que esa izquierda la deseo en principio para España. Palabra proscrita, que según el nuevo diccionario políticamente correcto de cierta izquierda condena a sus usuarios a vicios tan nefandos como el "nacionalismo español" o el "españolismo". Me remito sobre esta cuestión a lo que expuso muy bien Edurne Uriarte en un excelente artículo (El largo brazo del nacionalismo, EL PAÍS, 16 de noviembre de 1998). Porque no puede ser que cada vez que se invoca frente a los nacionalismos la España constitucional deba soportarse que los "expertos" de cierta izquierda nos recuerden la "España de Primo de Rivera" o la "fiel infantería". Precisamente lo que se reivindica es lo contrario: no una unidad de destino en lo universal, sino de convivencia plural de lo concreto. ¿Por qué ha de abandonarse el nombre y el proyecto de una comunidad ya democrática a la brutalidad xenófoba de los ultrasur o a los cuidados de Sáenz de Inestrillas? Lo que a tantos nos hizo aborrecer a la "España" franquista era la permanente plétora homogeneizadora de mala retórica y banderas al viento que obligaba, salvo reproche de traición, a vivir en una permanente exaltación de nacionalismo excluyente: eso es precisamente lo que los nacionalistas intransigentes actuales tratan de imponer en las comunidades que los padecen. ¿Es reaccionario entonces defender y proponer símbolos comunes más abstractos, basados en los derechos de los ciudadanos y no en la esencia disgregadora de pueblos inventados contra ellos? La única forma de repeler hoy el retorno de la España eterna (aunque quiera llamarse ahora Euskadi o Catalunya) es mantener la España constitucional y constitucionalmente reformable. Los nacionalistas radicales están en su derecho al pensar de otro modo, pero sería bueno que la izquierda -alguna izquierda- incentivase sin sonrojo el modelo unitario y plural de país incoado hace veinte años. Y luego que los electores decidan.

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Porque no es reaccionario ni retrógrado, sino desesperadamente moderno, incluso futurista en este fin de siglo de refugiados e inmigrantes que luchan por un reconocimiento de sus derechos no vinculado a egoísmos nacionales, aquel tipo humano descrito por León Felipe en versos en 1939: "No tienes patria ni tribu. Si puedes,/ hunde tus raíces y tus sueños/ en la lluvia ecuménica del sol./ Y yérguete... ¡Yérguete!/ Que tal vez el hombre de este tiempo.../ es el hombre movible de la luz,/ del éxodo y del viento". El poema de León Felipe se titula precisamente Español.

Creo que hoy la principal diferencia entre izquierda y derecha en las democracias desarrolladas es que la primera sostiene que si ciertos derechos no son garantizados por las instituciones públicas a todos -a despecho de azares biográficos o intereses mercantiles-, la noción misma de ciudadanía se vacía de contenido. La sociedad puede ser una palestra, pero no el circo romano donde algunos privilegiados tienen seguro el palco cuando salen a la arena los leones; puede ser en ciertos aspectos un casino, pero siempre que un mínimo de fichas esté asegurado a cada jugador como punto de partida y que nadie se vea obligado a las primeras de cambio a empeñar su camisa mientras que otros siempre pueden jugarse hasta la camisa de los demás. Nuestras sociedades se mueven hoy en un círculo ciegamente vicioso: entre una creciente desregulación de la legislación social que aumenta el nivel de pobreza efectiva existente, dejando a más y más individuos en la zona precaria de la que cada vez hay menos probabilidades de salir, y una normativa rígida que frena la iniciativa privada, obstaculiza el reparto de trabajo y bloquea la posibilidad de actividades alternativas socialmente útiles. Sería deseable desde la izquierda romper este círculo estudiando la posibilidad de un ingreso básico general de ciudadanía, entendido no como un subsidio (parados, jóvenes, ancianos), sino como un derecho de todos, a partir del cual pudiera optarse por trabajos remunerados, servicios sociales voluntarios... o la vida contemplativa. Es un proyecto revolucionario, si se quiere, pero no más de lo que fue en su día el sufragio universal. Obligaría a redefinir el mercado de trabajo, la relación entre productividad y retribución, el sentido de la protección social, etcétera. También se alcanzaría una nueva dimensión de la responsabilidad individual, entendida desde la libertad y no desde la cruda necesidad.

¿Mera concesión a la utopía? Está de moda el lema de que debemos "actuar localmente y pensar globalmente". Podríamos complementarlo recomendando "actuar en lo inmediato pero imaginando a largo plazo", porque quizá la peor dolencia del pragmatismo es la anemia de imaginación. En cualquier caso ya les advertí que hablo intoxicado por la convencional esperanza del año nuevo...

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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