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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Plante de Tirofijo

LA PRIMERA sesión del proceso de paz en Colombia se ha celebrado finalmente, y eso es en sí mismo una buena noticia para todos, en particular para el presidente Pastrana. El diálogo, sin embargo, arrancó con la deliberada ausencia de la contraparte del jefe del Estado, el líder del movimiento guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Manuel Marulanda, Tirofijo. Y eso es todo un ominoso augurio sobre lo difícil y desabrido del camino que se avecina.En la devaluada cumbre de San Vicente del Caguán, pequeña localidad de la jungla del Caquetá, en pleno santuario guerrillero, se hizo, sin embargo, todo lo que podía y tenía que hacerse. Se leyeron discursos -en ausencia de Marulanda leyó el suyo su lugarteniente, Joaquín Gómez- y, sobre todo, se acordó iniciar hoy mismo las sesiones de trabajo que permitan fijar la agenda definitiva de las negociaciones de paz. Aunque en Colombia nada se decide hasta que se decide, todo parece indicar que lo que por ahora es sólo diálogo o prenegociación se convertirá pronto en conversaciones formales; pero ahí es donde entra en juego la prepotencia de esta guerrilla campesina que lleva más de treinta años alzada en armas.

El jefe de las FARC, siempre con una política de acentuación de los elementos de fuerza en cualquier aproximación al Gobierno, no sólo no acudió a una cita a la que no se había comprometido oficialmente a asistir, sino que, en su soberbia, sólo en la misma mañana de autos tomó la decisión de no ir y se lo comunicó a Pastrana. Al margen de si lo hizo por "razones de seguridad", como se ha dicho en medios guerrilleros, no es una decisión política inocente y sin consecuencias. El desaire al Estado colombiano es toda una declaración de quién manda allí, en versión de las FARC; de que la paz es su paz, y de que la guerrilla regula a su antojo la conducción de las conversaciones. A mayor abundamiento, el espectáculo de San Vicente, que recogieron las televisiones de medio mundo, era suficientemente expresivo: un pueblo tomado por cerca de 2.000 guerrilleros en uniforme de campaña y un presidente, inerme, metido no sin audacia en la boca del lobo.

La probable negociación va a ser larga y dura, porque la guerrilla exigirá ya en los primeros contactos el canje de soldados y policías por sus propios presos en las cárceles del Estado; la desarticulación de los paramilitares, mercenarios pagados por el narco y los latifundistas, y una progresiva reforma del Estado que la deje en posesión de sus armas y le entregue una buena representación de poder político, posiblemente de carácter territorial.

Todo ello parece mucho más de lo que Pastrana y Colombia pueden conceder; pero el camino de la paz merece ser explorado. En medio de tanta aspereza, un rayo de luz: un representante del Departamento de Estado norteamericano se entrevistó, en una especie de cena de Navidad, con el jefe guerrillero Raúl Reyes en San José de Costa Rica. Ese contacto estaba encaminado a que Washington conociera de primera mano la voluntad de las FARC de erradicar la coca, a cambio de esa paz tan bien pagada sobre la que, displicentes, acceden a dialogar los guerrilleros.

Si Pastrana logra convencer a Washington de que las FARC son la clave para eliminar la coca colombiana tendrá todo el apoyo del imperio. Por eso, el presidente soporta con entereza las humillaciones de una guerrilla que ya hoy se siente victoriosa.

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