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El espectáculo de la caridad

Cuando uno era joven y aborrecía la situación política y social, también aborrecía las fiestas de caridad: las tómbolas benéficas, las campañas de Navidad, el "siente un pobre a su mesa", las Damas de San Vicente Paúl, etcétera. Uno creía en muchas cosas, quizás en demasiadas, pero pensaba que en una España democrática, si eso llegaba a ser verdad algún día, habría justicia -justicia para todos- y no interesada caridad. Le daban a uno náuseas de ver al cantante jiennense contoneándose mucho y voceando como un energúmeno delante de la corte franquista, presidida por la Señora, que exhibía, agradecida y apoteósica, la risa vetusta y caballuna.Pero los pensamientos nobles y los sueños hermosos se vinieron abajo, se han hundido en su inmensa mayoría, entre ellos el de la justicia para todos. Un 20% de la población española vive en la pobreza, pero nadie los considera: los pobres no están en el mercado electoral, no votan, no interesan. Y los pobres del mundo son más, muchos más; quizás por eso, ahora se practica abundantemente la caridad con ellos en forma de espectáculos inevitablemente televisados. Ocurre un desastre natural y las emisiones de radio y las ondas de televisión abren las puertas del gran teatro. Se vocean proclamas de solidaridad -ésta es la palabra llave, el ungüento verbal que cura las conciencias- y cantantes y showmen y artistas en general acuden solícitos mientras en las pantallas aparecen, una y otra vez, los números de las cuentas corrientes donde los telespectadores pueden ingresar sus donativos. Los organizadores recaudan emocionados grandes pero siempre, ay, insuficientes cantidades, y... las audiencias suben también mucho y los artistas reciben su plus de celebridad y la gente llora, que es un modo de divertirse, y se lo pasa muy bien con tantas imágenes y tantas referencias a la miseria. Todo un ritual de purificación.

Por caminos que hace años hubieran sido insospechados, hemos vuelto a los festivales de Navidad, a las tómbolas benéficas, a todo eso que creíamos que debía quedar sepultado entre las ruinas de la autocracia. Ya no es que nadie piense en cambiar el mundo; es que no se pretende ni reformarlo. Hemos vuelto al imperio de la limosna, con el que el cristianismo lleva viviendo -y sobreviviendo- veinte siglos. Ponemos a los pobres en la tele y vamos marchando. Ni este Gobierno ni el anterior fueron capaces de incluir en sus presupuestos el 0,7% para el Tercer Mundo de fuera, ni lo hay para el Tercer Mundo de dentro. Eso sí, Europa que no sea avara y nos entregue los fondos de cohesión.

La Constitución, tan invocada y hasta cacareada durante estos días, habla en su prolegómeno de la instauración de "un orden económico y social justo" y del establecimiento de "una sociedad democrática avanzada", y proclama que "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho". Cuando se dice que lo mejor es no modificarla, quizás también se está diciendo que lo mejor es no ponerla en práctica en estos puntos, porque llevamos veinte años interpretándola y nadie, o casi nadie, ha impugnado la interpretación absolutamente capitalista -del más rancio capitalismo- que se ha hecho de ella. La mayoría de nuestros diputados y senadores ha llegado, al parecer, a la conclusión de que la retórica es sólo eso, retórica, cohetería, paja verbal, adorno navideño. El "orden económico y social justo" sigue consistiendo en las campañas de Navidad, que ahora se llaman más laicamente de solidaridad. El día que el cantante de Jaén aparezca en uno de esos festivales, si es que no ha aparecido ya, habremos cerrado el círculo: de la caridad de ayer a la caridad de hoy. Todo por televisión y con muchos grandes de este mundo exornando el espectáculo. Con los pobres seguimos lavándonos la conciencia. Aunque sea con los pobres de fuera.

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