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La voz de la palabra

El oficio de relatar, mientras se ejerce, y se ejerce a solas, suena a murmullo, porque por estruendoso que sea lo que relata procede de un movimiento del silencio de la memoria. Algunas veces he oído decir a un escritor algun relato por él escrito, y si lo conocía y me gustaba, se me vino abajo, me sonó a retahíla, a tedioso ejercicio de balbuceo. Sólo en dos ocasiones oí crecer por encima de sus páginas a un relato dicho. Una fue en la voz de Jorge Luis Borges, relatando de memoria dos cuentitos suyos; y otra, hacia la mitad de los años sesenta, en un lectura de algo ajeno por Fernando Fernán-Gómez en un café de Madrid, hacia la mitad de los años sesenta. El cuento que leyó no me gustaba, pero no me di cuenta de ello hasta que, embaucado por esa lectura, compré el libro, lo abrí por aquel relato y no pude terminarlo. Era un cuento malo y mal escrito, que tuvo su instante de bondad en diez minutos de una noche en que fue dicho.La escritura de Fernán-Gomez, leída en su silencio, suena. Se oye mientras se lee El tiempo amarillo. Hay muchos pasajes de este hermoso libro, capítulos completos, como los que dedica a sus comienzos de actor en el lúgubre Madrid de la posguerra, en los que se abre paso como un humo la voz de la palabra no murmurada, sino moldeada. La escritura de Fernán-Gómez procede de su voz, porque ésta le antecede como herramienta de expresión artística y profesional. No es que haya una literatura específica del actor, sino que en el caso de Fernán-Gómez la música ronca y pausada de su voz se cuela por las grietas de lo que escribe y de forma involuntaria dice sus garabatos al tiempo que los hila sobre una cuartilla en blanco. Se funden la palabra y la voz de palabra, se hacen un único movimiento, un solo gesto.

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Esta fusión entre escrito y dicho, signo del drama y de algunas formas del poema, lo es también de una escritura a la que no dan rango de literatura verdadera sino instrumental, cuando a veces es mucho más que eso. Me refiero a la escritura cinematográfica, en la que Fernán-Gómez ha bordado literatura de enorme vigor, estallidos de palabras que provienen de una memoria y una inventiva verbal superior a casi todo lo editado aquí en muchas décadas. No recuerdo quién tuvo la idea, ni si la llevó a cabo, de indagar paralelismos entre la escritura de Valle-Inclán, Baroja, Noel, el primer Cela, y la hondura y viveza de la construcción, la precisión y riqueza del vocabulario y el acompasamiento entre el ritmo verbal y el tiempo histórico representado, en los diálogos de la película El viaje a ninguna parte, relato sonoro genial, pero que sigue arrumbado e ignorado en cuanto escritura, reducido a reliquia o a curiosidad en las estanterías oscuras y polvorientas de la literatura inservible o invendible, cuando en sus folios hay una escondida gloria del castellano moderno.

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