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Los sabuesos del arte

Vicente Molina Foix

Es una estirpe de aristócratas belicosos. Señores de la guerra, de una guerra emprendida con guantes y ojo de águila pero cruenta. Que sus campos de batalla sean las obras de los maestros antiguos no altera la fiereza de estos sabios refinados. En tal aristocracia los italianos tienen el mayor rango, pues no en vano el primer auténtico historiador del arte fue Giorgio Vasari, quien al margen de otros méritos literarios y apreciativos tuvo la suerte de escribir sobre gente como Miguel Ángel o Tiziano, habiéndola conocido de vista.En el catálogo de la muestra Pasión por la pintura: la colección Longhi, cuenta José Milicua, ilustre miembro español de la estirpe, que su maestro Roberto Longhi acarició la idea de escribir un libro sobre las rencillas en la historiografía del arte, para el cual le pidió a él un acopio de datos correspondientes a nuestro país. El libro nunca se hizo, pero la larga vida del estudioso italiano estuvo jalonada de escaramuzas y polémicas. Uno de sus más aguerridos contendientes, Federico Zeri, recientemente fallecido, confesó en una entrevista que su método de investigación no era ajeno a la influencia de la serie negra, llegando a reconocer como fuente de inspiración de uno de sus textos críticos más célebres, las novelas policiacas de Dashiell Hammett.

El perfil navajero de estos príncipes de la erudición no aparece en la exposición de los cuadros coleccionados privadamente por Longhi, la más bella que hay ahora en un Madrid muy visitado de buena pintura (al acabar su estancia en las salas de La Caixa, organizadora de la muestra, pasará en enero a Oviedo). Lo que se ve es el gusto infalible y sistemático por un naturalismo aparatoso, tenebrista, a menudo escenográfico, que Longhi rastreó en los primitivos del trecento, antes de encontrarlo plasmado plenamente en el adorado caravaggio y sus secuaces o continuadores tardíos. La joya de la colección, el Muchacho mordido por un lagarto, del propio Michelangelo Merisi, un cuadro apropiadamente malévolo, está en la planta baja, pero la exposición acaba arriba con ocho espléndidas telas de un maestro moderno, totalmente antiteatral, Morandi, cuya presencia es debida a la amistad de años entre pintor e historiador. En el hermoso catálogo editado se resalta con justicia (aunque los fragmentos no estén, a mi juicio, muy distinguidamente traducidos) lo que convierte a Longhi en figura excepcional, más allá de su genio volcado a lo excéntrico o la leyenda de sus mezquindades académicas o los cambios de vestido político: su prosa. Se trata, sin duda, de uno de los grandes escritores italianos del siglo, y como sucesor de los mayores críticos-artistas del pasado, Winckelmann, Pater, Baudelaire, Goethe, Vernon Lee, se sitúa a la altura de sus contemporáneos Valéry, Ortega o Benjamin.

Nacido en una familia de saltimbanquis, su padre acompañaba a la guitarra por plazas y cafés a su madre, que era cantante, "y Longhi conservó durante toda su vida un algo de titiritero, histriónico, cauteloso, tunante". Quien escribe esto, desafiando los datos biográficos oficiales, es Federico Zeri en su propia autobiografía Confieso que me he equivocado (Trama Editorial, Madrid, 1998). El libro de Zeri es una trepidante novela de pasiones mundanas, venganza y odios, y lo significativo es que así como en la lujosa adjetivación del estilo de Longhi se advierte su sinuoso talento escritor, en los ajustes de cuentas de Zeri o en algunas de las más sabias páginas de La casa de la vida (Edicions Alfons el Magnànim, Valencia, 1995), de otro patricio del ramo, Mario Praz, trasluce su extraterritorialidad; yo los veo como grandes personajes de ficción (y que haya otros no menos novelescos, Anthony Blunt, Berenson, Antal, refuerza la teoría). Los tres han legado junto a su obra escrita una casa, la casa que podría ser su mejor obra. La de Longhi en las afueras de Florencia, alberga la colección exhibida en Madrid. La de Praz, con sus antigüedades y cuadros dieciochescos, se visita ahora en Roma, en el Palazzo Primoli, y nos recuerda que en ese hombre exquisito y atrabiliario se inspiró Visconti para el profesor que interpretaba Burt Lancaster en Confidencias. Zeri no coleccionaba arte, y la suya en Mentana era más bien un paraíso natural cerrado a los muchos; desde allí le escribió poco antes de morir a Javier Marías, reconociéndose en el Ranz de Corazón tan blanco, que el novelista modeló a partir de este galante maestro de la pendencia.

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