Carta de veras abierta al general Pinochet
Créame, general: es lo mejor que le puede haber pasado.Entiendo que no es agradable que a uno lo detengan sin previo aviso, que no pueda salir a pasear por las calles de Chelsea cuando le da la gana, que no sepa qué futuro lo espera. Se lo puede preguntar, sin ir más lejos, a tantos chilenos a los que usted mismo privó de su libertad en circunstancias harto menos confortables de las que ofrece una clínica londinense de cinco estrellas.
Pero si tiene miedo, y se siente solo, y se cree apuñalado por la espalda, general, piense que el destino le ha deparado en las postrimerías de su vida una oportunidad providencial para salvar su alma. Desde el golpe de 1973 viene usted viviendo un engaño, una autojustificación minuciosa y esquiva de su conducta que fue construyendo precisamente a partir de la muerte intolerable y acusadora de Salvador Allende, el hombre que lo nombró en su cargo y al que usted traicionó. A esa primera traición le siguieron otras, una inevitable avalancha, en realidad, porque el primer gran crimen siempre necesita taparse con más crímenes; los dictadores aspiran al poder total para ampararse de los demonios que han desencadenado. Con tal de acallar sus fantasmas, exigen que se levante en torno suyo un muro de espejos halagüeños y consejeros zalameros que le aseguren que sí, tú eres el más bello y el más bueno, tú eres el que más sabe.
Y usted terminó creyéndoselo, general.
Se defendió de lo que había hecho, de lo que estaba haciendo, con la muralla aislante de su invulnerabilidad, que jamás nadie le pediría cuentas, que había una ley para usted y otra ley para el resto de sus conciudadanos, y cuando el pueblo de Chile lo rechazó en 1988 y lo forzó a dejar la presidencia en 1990, fue capaz de atrapar con increíble astucia al país entero en una transición donde usted jamás tendría que responder por ninguno de sus dichos ni hechos, una transición en que usted era el único verdaderamente libre para decir y hacer lo que le daba la gana, salirse de madre, como usted mismo lo reiteraba en forma socarrona, mientras sus compatriotas siempre tenían que cuidar su lengua y su lenguaje. Nosotros no podíamos, en esa transición pactada y necesaria, dejarnos llevar por nuestras emociones, no fuera usted a patear el tablero porque no le gustaba nuestra última movida, un jaque al que no teníamos derecho. De hecho, general, pensó que podía seguir poseyendo la inviolabilidad de un dictador en pleno proceso democrático.
Y confundió su país con el mundo. Pensó que podía viajar a Inglaterra, nación proclamada por usted como el colmo y la cima de la civilización; pensó que podría pasearse por el Thames como si fuera el Mapocho; pensó que los ingleses tenían que respetar y acatar los pactos y reglas y pleitesías de Chile como si fueran propios.
Es doblemente dulce pensar que usted se atrapó a sí mismo, general, que fue la misma soberanía con que gobernó la que terminó cegándolo y perdiéndolo, la ilusión de que siempre iba a poder imponer su voluntad a los demás, garantizando que en su aislamiento usted nunca iba a tener que mirar ni de cerca ni de lejos el dolor que le ha causado a sus semejantes.
Por eso esta detención es tan saludable para usted. Para el país también, por cierto, porque nos fuerza a mirarnos las caras, pone a prueba nuestra democracia, su fortaleza, su posible precariedad; finalmente nos lleva a confrontar las necesidades de resolver pronto esta compleja, ambigua y eterna transición que usted ha limitado con su constante sombra y presencia. Quiero que sepa, general, que no creo en la pena de muerte. En lo que sí creo es en la redención humana. Incluso en la suya, general. Por eso, lo que desde hace 25 años he deseado que le pasara -lo que todavía me cuesta creer que pueda estar a punto de suceder- es que alguna vez antes de su muerte tuviera que mirar con sus ojos azules a los ojos oscuros y claros de las mujeres cuyos hijos y maridos y padres y hermanos usted hizo desaparecer, una mujer y luego otra mujer; yo quise que ellas tuvieran la oportunidad de contarle a usted cómo sus vidas fueron fracturadas y avasalladas por una orden que usted dio o por la acción de la policía secreta que usted no quiso refrenar. Me he preguntado qué le pasaría si se viera forzado a escuchar día tras día las múltiples historias de sus víctimas y tuviera que reconocer su existencia.
Usted que cree en Dios, general, considere la bendición que su Señor sabio y compasivo y severo le ha mandado al final de sus días: la posibilidad de que se arrepienta. De que penetre en el círculo terrible de sus crímenes y pida perdón y nos cuente dónde están nuestros muertos. ¿Sabe algo, don Augusto? A mí personalmente me bastaría con eso. Sería castigo suficiente, y piense qué gran contribución a ese país que usted tanto ama: podría ayudar a que nuestra patria compartida dé otro paso más en la dura tarea de la reconciliación, que sólo es posible si se acepta la verdad terrible de lo que nos ha pasado, si usted participa en la búsqueda dolorosa de esa verdad sin mentirse ni mentirnos.
Recuerde lo que la historia y la religión y también la literatura nos enseña: lo mejor que le puede ocurrir a un criminal es que lo capturen, porque en el encierro solitario, sin las defensas habituales con que encubre su pasado, puede a veces abrirse dentro del preso la ventana mínima de una posible redención.
No creo que usted lea estas palabras ni tampoco las atienda. No creo que renuncie voluntariamente a una inmunidad que no tiene ni tampoco a la impunidad que siempre creyó tener. No creo que ahora que está cautivo su cuerpo pueda encontrar el rumbo espiritual para actuar como un hombre de veras libre, pueda descartar su miedo y comprender el enigma de su vida, pueda verse como lo ve la inmensa mayoría de la humanidad y entienda por qué lo queremos exorcizar. A usted y a tantos otros tiranos de este siglo que termina.
Nunca es tarde, general.
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