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Gasto, cohesión social y radicalismo democrático

En un editorial reciente, La hora de Borrell (9 de agosto de 1998), este diario aconsejaba al candidato socialista a la Presidencia del Gobierno, José Borrell, que adoptara un programa que combinara un radicalismo democrático con propuestas de cohesión social, desalentándole a la vez a que siguiera una política de corte socialdemócrata clásico de expansión del Estado del bienestar -y de gasto público-, que el editorialista consideraba imposibles hoy en España. Indicaba éste que la expansión del gasto público conllevaba un aumento del déficit público y con ello un aumento de los intereses y del desempleo. El objetivo de este artículo es aplaudir la llamada a una mayor profundización del proceso democrático español a la vez que cuestionar la segunda propuesta, la de congelar el gasto público y social, lo cual, de realizarse, conllevaría un deterioro de la cohesión social.Existe hoy en España un pensamiento muy generalizado que sostiene que la globalización y/o regionalización económica debilita el papel de los Estados, forzándoles a adoptar políticas, tales como la contención e incluso reducción del gasto y déficit públicos, que se consideran necesarias para favorecer su competitividad. Es interesante notar que esta postura continúa reproduciéndose a pesar de que la evidencia existente apunta precisamente en una dirección contraria. El trabajo más reciente en este sentido es el estudio empírico publicado en la revista Comparative Political Studies (junio 1998) por los profesores Huber y Stephens y que constituye la investigación más detallada y rigurosa realizada en los últimos años comparando la eficiencia económica de los países de la OCDE durante el periodo 1960-1990. En este estudio se muestra que han sido precisamente los países que han estado más "globalizados", es decir, más integrados en la economía europea e internacional, los que han tenido sus Estados del bienestar más desarrollados. Estos países -Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia, los países nórdicos de Europa de tradición socialdemócrata- han sido los países que han tenido un comercio exterior (como porcentaje de sus PIN) más desarrollado y a su vez han tenido el mayor gasto público y social (como porcentaje de su PIB), y la mayor cohesión social (medida por la universalidad y grado de cobertura del Estado del bienestar, el impacto redistributivo de sus políticas públicas y sus menores desigualdades sociales), lo cual les ha facilitado realizar los cambios necesarios para conseguir su mayor competitividad. Estos países fueron también los que durante aquel periodo tuvieron unas tasas mayores de inversión, de crecimiento económico y de ocupación, con un desempleo menor.

En cambio, los países de tradición anglosajona liberal como EE UU, Gran Bretaña y Canadá fueron los países que durante aquel periodo estuvieron menos integrados en la economía internacional (con uno de los porcentajes más bajos de comercio exterior relativo a sus PIB), que tuvieron un grado de cohesión social menor (con desigualdades sociales más acentuadas) y alcanzaron un menor crecimiento económico y un mayor desempleo. Ni que decir tiene que existen excepciones en casos particulares y para periodos cortos. Pero analizando -como debe hacerse- indicadores de eficiencia y equidad por largos periodos de tiempo se muestra que los países de "corte socialdemócrata clásico" compaginaron mejor el reto de la globalización e integración que los de corte liberal, y ello fue posible gracias a unos Estados altamente redistributivos con un gran gasto en infraestructura de capital físico y humano que permitió una alta cohesión social y una alta competitividad. Este gran gasto público, por cierto, no significó un alto déficit público. En realidad, estos países socialdemócratas fueron los que tuvieron déficit públicos menores durante el periodo 1960-1990, contrastando con los países liberales citados anteriormente que sí tuvieron déficit públicos muy acentuados. La expansión del Estado del bienestar y su impacto positivo sobre la competitividad fue posible en los países de tradición socialdemócrata gracias a una carga impositiva altamente progresiva y a un pacto social entre los agentes sociales (sindicatos y mundo empresarial) garantizado por Gobiernos que contaron con el apoyo (debido a las políticas redistributivas y de pleno empleo) de sindicatos fuertes y unidos y el soporte del mundo empresarial debido a las políticas públicas de apoyo al proceso productivo, incentivando la inversión.

Es importante señalar que aquellos Gobiernos socialdemócratas no siguieron políticas keynesianas de estimular la demanda a partir de la manipulación del déficit público; antes al contrario, lo hicieron a partir de pactos sociales que requerían una legitimidad y fortaleza del Estado, claramente intervencionista, tanto en las esferas productivas como en el área redistributiva. Fue precisamente en los países liberales con un Estado débil, carentes incluso del mecanismo institucional que permitiera tal pacto social, que tuvieron que recurrir al déficit público como mecanismo de superar las recesiones. Esta experiencia, por cierto, confirma lo erróneo de las políticas seguidas por el Gobierno español actual, que debilita al Estado a la vez que se compromete a mantener un déficit público muy reducido, resultado del criterio de convergencia monetaria. La reducción del déficit público y su eliminación como mecanismo de estímulo de la economía requiere precisamente unas políticas públicas opuestas a las realizadas hoy en España, es decir, un Estado intervencionista, tanto en sus elementos redistributivos como de apoyo al proceso productivo, que permita responder mejor a los retos de la competitividad. Es importante señalar, por cierto, que el aumento del desempleo en los países socialdemócratas del norte de Europa (presentado como prueba del fracaso de las políticas socialdemócratas) no se debe a un aumento de su "globalización" (en realidad, el porcentaje de su comercio exterior como porcentaje de sus PIN ha permanecido casi constante durante los años ochenta y noventa), sino a cambios políticos que han ocurrido dentro de aquellos países (tales como la dilución del pacto social y división del mundo sindical en el caso de Suecia, con aumento de la influencia política del capital financiero en el caso sueco), que han debilitado el poder de intervención del Estado. Ahora bien, a pesar de estos cambios, el desempleo hoy en Dinamarca, Noruega y Suecia está entre los más bajos de la OCDE, y continúan siendo los países con mayor protección social y mayor capacidad de intervención por parte de sus Estados en las políticas productivas y redistributivas.

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En España, y en contra de lo

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que se aduce con frecuencia, el Estado (tanto a nivel central como autonómico y local) es muy débil. Es un Estado muy rígido -herencia de una época anterior-, pobre (el número de empleados públicos por 1.000 habitantes es menor incluso que en EE UU) y poco sensible al ciudadano. Y con una legitimidad escasa por su identificación con un Estado predominantemente represivo del régimen anterior, que no se ha transformado suficientemente en la transición democrática, a pesar de los cambios importantes ocurridos en la época democrática. De ahí la necesidad de una radicalización democrática que permita que el ciudadano vea al Estado como su servidor, y no viceversa. Uno de los problemas más graves en la legitimidad de los Estados en muchos países europeos y en EE UU es precisamente la creciente alienación de sectores (incluso mayoritarios en algunos países, como en EEUU) de la población hacia las instituciones del Estado, creada en parte por la distancia social que existe entre los que toman decisiones y gestionan las instituciones públicas, por una parte, y los que las utilizan y en teoría se sirven de ellas, por otra. Esta distancia está reforzando esta crisis de legitimidad. Recuerdo que durante los nueve meses que tuve el privilegio de trabajar en la Casa Blanca, ayudando a la señora Clinton en el fallido proyecto de reforma sanitaria, uno de los aspectos que consideré más preocupantes fue la gran distancia que percibí entre el establishment político de EE UU y la opinión de la gente normal y corriente que constituye la mayoría de la población. Aquel establishment político junto con el establishment mediático tenía una agenda, un proyecto y un discurso muy lejano a los problemas de la vida cotidiana de la gran mayoría de la población de EE UU. Esta distancia aparece hoy en día en la gran visibilidad del tema Lewinsky en los medios de comunicación y en el mundo político de Washington lo cual contrasta con la poca importancia que la mayoría de la población da a estos hechos en comparación con otros que tienen que ver con su cotidianidad, como son el estado de sus escuelas, hospitales, pensiones o centros de salud y su pérdida de capacidad adquisitiva, temas que tienen mucha menos visibilidad entre las élites políticas y mediáticas. El grado de aprobación de las instituciones políticas -como del Congreso de EE UU- y mediáticas ha ido disminuyendo muy marcadamente en la medida que el tema Lewinsky ha ido adquiriendo mayor importancia en aquellos medios. La últma encuesta de la CBS (21-9-98) mostraba un descenso sin precedentes de 12 puntos en la popularidad del Congreso (controlado por el Partido Republicano) al siguiente día que éste decidiera ofrecer a los medios de información el testimonio del presidente Clinton. La crisis de confianza y legitimidad se basa en la distancia entre el establishment (que determina qué es lo importante en la sociedad y el ciudadano normal y corriente que sabe, mejor que aquél, qué es lo importante y relevante en su vida real.

Una situación semejante está apareciendo en España. Los temas que tienen mayor visibilidad hoy en los medios de información en España son los temas GAL, los cuales no aparecen entre los temas que las encuestas muestran que inquietan más a la ciudadanía, que son la educación y el trabajo de sus hijos, la atención sanitaria y las pensiones, temas que no tienen la visibilidad que se merecen y que la población reclama. Hay una distancia política y social que está creando una alienación política hacia las instituciones democráticas y hacia los medios de información, que explica, entre otros hechos, la popularidad de la demanda de realizar primarias en todos los partidos políticos. Añadiría yo, a título personal, otra propuesta que también se está introduciendo en EE UU: el compromiso de que todos los candidatos a puestos políticos tengan que utilizar los servicios públicos que la mayoría de la población utiliza en caso de ser elegidos; es decir, que tales políticos deban enviar a sus hijos a escuelas públicas y en caso de caer enfermos utilicen los servicios sanitarios públicos. Esta propuesta democratizadora radical contribuiría a romper esta distancia entre los grupos de decisión y gestión del ente público y sus usuarios. Es interesante señalar, por cierto, que el señor Blair desalentó el apoyo del Partido Laborista a un candidato a la alcaldía de Londres por enviar a sus hijos a la escuela privada (New Statesman, 26 de junio de 1998), medida difícil de imaginar entre sus muchos seguidores en España y en Cataluña, muchos de los cuales utilizan la escuela y los centros sanitarios privados. Este acortamiento de las distancias entre las experiencias cotidianas de las élites gobernantes (y mediáticas) y la mayoría de la población gobernada estimularía una mayor representatividad democrática y mayor sensibilidad hacia los problemas reales que la población tiene, aumentando la cohesión social. Ésta, la cohesión social, depende no sólo de la ausencia de marginación y pobreza sino también (y sobre todo) de la reducción de las distancias existentes como resultado de las desigualdades sociales. No es por casualidad que los países de tradición liberal sean aquellos que tienen mayores desigualdades, mayor pobreza y menor cohesión social, mientras que los de tradición socialdemócrata tienen menores desigualdades, menor pobreza y mayorón cohesión social. Es erróneo creer que se pueden conseguir políticas de cohesión social y de estímulo de la igualdad de oportunidades sin reducir las distancias y las desigualdades sociales que requieren una mayor intervención pública que la que hoy se practica en España.

Vicenç Navarro es director del Programa de Políticas Públicas y Sociales de la Universidad Pompeu Fabra-The Johns Hopkins University.

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