El cine francés trae una nueva obra maestra
Un filme peruano, muy tópico pero con buena hechura, cierra otra gran jornada
Hace unos días se estrenó aquí una intrincada película francesa, Finales de agosto, primeros de septiembre. Su belleza sale de las brumas norteñas. Ayer Francia trajo a este festival una segunda obra maestra, De todo corazón, dirigida por Robert Guédiguian, un marsellés. Su hermosura procede de la transparencia sureña. Son filmes antípodas, pero se complementan. Provienen uno del lado nebuloso y otro del lado soleado de la inteligencia francesa. Aquél nos devuelve la mirada ensimismada de Bresson. Éste nos dice que siguen abiertos los ojos expansivos de Renoir. Y uno y otro son pura Francia.
Guédiguian es un francés de padre armenio y madre alemana. Nació hace 45 años en una ciudad donde se mezclan sangres provenzales, italianas, argentinas, españolas, tunecinas, judías, centroafricanas. Dice de ella: "Marsella es mi lenguaje". Con ese lenguaje nos contó la preciosa historia de Marius y Jeannette, que ahora se exhibe en España. Con la misma lengua nos cuenta ahora, penduleando "entre la meditación y la narración, entre la emoción y el entendimiento, entre el placer y la cautela" (son palabras suyas) De todo corazón, su visión cordial de un cruce de familias obreras marsellesas en el que se mueven fisonomías procedentes de África, España, el Magreb, Asia, Provenza.Estamos en una ramificación viva de aquella Francia que, después de su tumultuoso y ensangrentado parto de la libertad de Europa, hace dos siglos, se convirtió en un país esponja, que absorbió a incontables europeos libres que huían a ella de sus pueblos sojuzgados y los hizo ciudadanos suyos. Es la misma Francia abierta, multicultural y multiétnica que vimos entusiasmados proclamarse hace unos meses, guiada por el perfil árabe de Zidane, campeona del mundo de fútbol y así declarar extranjeros en Francia a un tal Le Pen y su ejército, ese 15% de ocupantes no franceses de la Francia libre.
Esta expansividad fraterna inunda De todo corazón. Su director dice que "ama a Bertolt Brecht, Frank Capra, Pier Paolo Pasolini y Ken Loach".
No añade el nombre de Jean Renoir porque Guédigian no parece uno de esos tipos que se miran al espejo más que lo indispensable para alisarse las greñas. Renoir es él, porque su mirada sigue existiendo en él. Sobre todo el Renoir frentepopulista de los años 30, el que hizo aquella película libérrima titulada La Marsellesa, en que rememoró la caminata desde su ciudad a París del regimiento de soldados marselleses sublevados contra el viejo poder (que siempre es en todas partes extranjero) de los monarcas déspotas, y que expandió por toda Francia su himno a la libertad, que todavía hoy canta la identidad del genio solidario de ese país esponja.
El relato de este cruce -hay en sus nombres y fisonomías ecos africanos, árabes, provenzales, alemanes, bosnios, españoles- de familias da lugar a una película de transparencia conmocionadora, de esa estirpe (no en vano este Renoir marsellés ama al italiano crecido en América Capra) que, a mitad de metraje, cuando ya nos hemos familiarizado paso a paso, con suave y matemática gradualidad, con quienes pueblan, y qué les pasa dentro de ella, la pantalla, nos abre el caño del llanto silencioso y consolador, y ya los ojos se nos quedan humedecidos por la solidaridad y el agradecimiento durante el resto del filme y del día.
Hay a raudales en su película algo "antiguo y eminentemente moderno" (son palabras de Guédiguian). La expresión es exacta y no conozco otra mejor para decir cuál es el cine que hoy importa, que pervive y pervivirá, como esta segunda preciosidad que ayer envió Francia a este afortunado festival.
Archisabida
Ciertamente, el festival donostiarra tuvo mucho menos aporte de fortuna con la otra película en concurso, titulada No se lo digas a nadie. Se trata de una coproducción entre España y Perú dirigida por el peruano Francisco Lombardi. Está realizada con mucho y muy buen oficio, pero me temo que con escasa convicción. En ella se nos cuenta de forma bastante mecánica la vida de un muchacho de la clase alta limeña, cocainómano y con aficiones de cama bisexuales. El relato abarca desde su atormentada niñez a su cínica incorporación -después de un largo y accidentado periplo por las rutas de los esnifadores y los chaperos desde Lima a Miami- al mundo de los ejecutivos pijos y bien trajeados de la capital peruana. Una brillante y, se intuye, comercialmente resultona, pero prescindible película tópica, archisabida.Pese al desequilibrio de calidades entre las dos películas de ayer y el mal día que nos proporcionaron las de anteayer, la altura de la sección oficial de esta edición del festival donostiarra es muy alta. Si no se estropea, nos encontramos ante un memorable septiembre cinematográfico.
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