Una delicada película japonesa anima Zabaltegi
Si hasta ahora algunos títulos se habían elevado por encima de la media de calidad más que notable de la sección Zabaltegi, como la francesa Dit-moi que je rêve, de Claude Mourieras, o la española Hotel Room, de Cesc Gay y Daniel Gimelberg, a partir de ayer hay que agregar a la lista la hermosa Peces en agosto, del japonésYohichiro Takahashi, una ópera prima de sorprendente madurez y delicado equilibrio entre búsqueda y hallazgo. Como ocurría en algún viejo filme italiano -pienso en La escapada, la mejor película jamás rodada por Dino Risi-, de lo que se trata aquí es de dar cuenta del hastío que el estío provoca en un adolescente en un verano, el último antes de su ingreso en la universidad, las vacilaciones ante el futuro, la atracción que sobre él ejerce alguien más mayor.La referencia al filme de Risi no es casual en medio de un festival que programa un espléndido ciclo de comedias de postguerra bajo el título de Hambre, humor y fantasía, y que recoge algunos títulos de Risi. Pero en todo caso, es de justicia relacionar el tono del filme japonés con el gran Michelangelo Antonioni, no en vano su materia prima, hecha de tiempos muertos, largos planos que cuentan aparentemente poco, disgresiones sobre una línea argumental tan sutil como sorprendentemente sólida, parece hecha de puro misterio.
Mirada poética
Tiene Takahashi una mirada no ya certera, sino incluso arrebatadamente poética para captar algo tan cinematográficamente inasible como es el cansancio, las ilusiones secretas, los temores hacia el futuro, la aparición del deseo. Filme a la postre de aprendizaje vital, acierta plenamente el director, que logra un producto mesurado, de restallante belleza, un seguro candidato en las deliberaciones de un jurado.Mucho, y casi todo bueno, habría que decir de Megacities, filme austriaco de Michael Glawogger que tiene por escenarios cuatro grandes ciudades, Bombay, Moscú, Nueva York y Mexico D.F. Para empezar, es una película que repropone, en la línea de otros realizadores contemporáneos -pienso sobre todo en Fred Wisseman-, el debate sobre la línea de demarcación entre documental y cine de ficción: a pesar de que sus protagonistas son seres anónimos que reproducen vivencias cotidianas ante la cámara, la manera de ordenar el material profílmico hace de él un documental de ficción.
Lo menos que se puede decir de él es que Glawogger tiene un ojo implacable y una mirada adiestrada para captar la cotidianidad tercermundista. Tiene, claro está, defectos, cierta truculencia gratuita; pero si la viera un marciano, entendería sin qué es tan horrible vivir en las cloacas pestilentes de la sociedad capitalista y de una de sus máximas criaturas, la urbanización salvaje, aunque, claro está, resulta a la postre rigurosamente indigesta para almas sensibles. Y para firmes creyentes en las bondades del sistema.
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