La memoria del hombre tranquilo
La tarde en que recibió la noticia de que había ganado el Premio Comillas de Memorias que convoca la editorial Tusquets, Adolfo Marsillach tenía delante de sí el bosque urbano que es su vecino desde hace varias décadas y frente al cual crece la indiferencia tranquila de este hombre que a veces muestra su supuesta ignorancia para que tú parezcas más inteligente.Éste que ve cada día es el parque de Rosales, y él lo mira desde el octavo piso, a la izquierda, sobre una chaisse longue delicada y decimonónica que parece el trampolín de un suicida caprichoso. Desde este abismo de la naturaleza madrileña en el que habita ha imaginado numerosas obras de teatro, las propias y las ajenas, y ha hallado la paz que le reclamaba Rudyard Kipling desde uno de los poemas de su propia adolescencia: frente a los dos impostores, la victoria y el fracaso, hay que tener la misma cara. Él la ha tenido invariable, sí, como un estoico que fuera por el medio de la calle sabiendo el porvenir y el pasado de todas las bofetadas.
Echado sobre esa cama teatral y blanca que ahora aparece en sus retratos de hombre acostado, este escritor, actor y polemista que vive esta tarde en su domicilio la noticia de que ha sido admitido con honor entre los nuevos memorialistas españoles, está delante de muchos de sus propios recuerdos: el cochecito de Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?, un disfraz de torero de Elio Bernhayer con el que hizo un personaje de Fernando Arrabal y muchos de los fetiches mudos de una vida prolífica, intensa, polémica, extraordinariamente viva, ante cuya abrumadora presencia él se manifiesta como un Séneca sensato: ¿ah, pero fui yo?
Desde ese descreimiento, Marsillach se hace la única pregunta que hoy le inquieta: ¿habré sido demasiado duro?
No decía contra quién ni contra qué, pero si se le hurgaba un poco sí podía advertirse cuál ha sido su preocupación mayor al escribir este libro de memoria que ahora le han premiado: desvelar la mediocridad, la mezquindad, la vanidad grande y la vanidad pequeña de una profesión, la suya, en la que quizá se concentra la metáfora total de las ganas de apariencia que inevitablemente tienen casi todas las otras profesiones.
Van a mirar el libro con lupa, a ver quiénes salen y cómo les pone. No le importa: ya son muchos años atrás: es posible el recuento. Por su vida han pasado miles de personajes, los de la escena y los del patio de butacas, y ante ellos Marsillach, que no sólo ha sido representante de lo que los otros han escrito, sino que también ha ideado comedias, dramas, artículos de prensa, ha hablado en la radio y en la televisión, e incluso ha participado en la vida política, nunca ha sido indiferente. Dice que a los setenta años es posible mirar hacia atrás (¿sin ira? Quizá) porque antes es demasiado pronto y después ya resultaría imposible: la precipitada juventud y la incierta vejez no son los mejores testigos de las memorias del hombre. La memoria, pues, viene en el intermedio, cuando la gente sale a fumar un cigarro.
Lo que ha hecho, para impedir que esa mirada sea de soslayo, es evitar el índice onomástico: si se quieren ver en el libro, por lo menos tendrán trabajo. Lo dejarán en la librería, pero mientras tanto tendrán que pasear por él bastante rato. Mayéutico y socrático, como un maestro de escuela liberal y laico, Marsillach ha sido siempre un incordio que ha preguntado hasta lo obvio para estar convencido. Y suponemos, oyéndole hablar sobre este paraíso terrenal desde el que se ve el último día del verano del bosque de Madrid, que este libro que ahora le han premiado (Tan cerca, tan lejos) estará lleno de preguntas que sólo le inquietan a él.
Babelia
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