La era Yeltsin en 'fase terminal'
En una carta al Financial Times, el gran especulador internacional, George Soros, criticaba la semana pasada las recomendaciones deflacionistas del FMI para Rusia y se pronunciaba a favor de una devaluación del rublo, del 15% al 30%, y de inyectar dinero en la economía rusa. El corresponsal en Moscú del diario, John Thornhill, expresó al día siguiente su desacuerdo: la devaluación sería un desastre y el mercado acabaría por "morderse la cola hacia abajo"; el dinero inyectado sería utilizado por los depredadores de los bancos para especular y no para invertir. Era mejor, proseguía, que Rusia no hiciera frente a sus deudas durante un tiempo determinado. Tanto Soros como su contradictor estaban de acuerdo en una cosa: la Bolsa de Moscú está en "fase terminal". El lunes por la mañana, el Gobierno ruso dio la razón a ambos. Devaluó el rublo en un 50% y decretó una moratoria de 90 días para la devolución de sus deudas. El joven y ya pomposo primer ministro, Serguéi Kiriyenko, afirmó que Rusia no está en bancarrota y que "no reniega de sus compromisos". "Hemos pasado a la segunda línea de defensa y no seguiremos retrocediendo", añadió. Hubiera sido reconfortante si no hubiera dicho lo mismo, con Yeltsin, cuando estaban "en primera línea". De hecho, lo que Soros piensa de la Bolsa de Moscú es válido para el conjunto de la economía rusa: da la impresión de estar en "fase terminal".
Desde 1992, la política de Borís Yeltsin y de sus Gobiernos estaba abocada a este fin. Ningún país puede dejar que su economía se hunda año tras año pensando que la pérdida de riqueza nacional se puede compensar con créditos extranjeros, con manipulaciones especulativas en la Bolsa y con la exportación de los hidrocarburos. En un principio, todo esto debía hacer surgir de la nada una clase de banqueros y empresarios que desarrollaría una economía de mercado. Esta "reforma" estaba dirigida por el Fondo Monetario Internacional, al que se llama en Moscú "Gosplan del Potomac". De ahí nació este pequeño monstruo ruso al que incluso la prensa progubernamental moscovita describe como una mezcla de "oligarquía incontrolada y de economía criminalizada". Los ministros de alto rango hacen suya esta definición o hablan directamente de "nuestro capitalismo de bandidos".
Con una sociedad que tiene tal idea de sí misma no es fácil regularizar la vida financiera. El Tesoro público, que durante estos años no se le ocurría soñar con la posibilidad de recibir el dinero de los impuestos, no consigue hoy convencer a la gente de que hay que pagarlos. El FMI se contenta con promesas -"a partir de ahora seremos buenos y recaudaremos bien los impuestos"- y le ha concedido un enorme préstamo de 22.000 millones de dólares. Soros estimaba la semana pasada que el G-7 debería añadir 15.000 millones más. Pero el ruso normal ya no cree en el maná americano. Un sondeo del instituto de opinión progubernamental, el VTSIOM, fundado por Tatina Zaslavscaia, muestra que el 61% de los rusos consideran que el dinero prestado por el FMI "o lo robarán o se volatilizará". Sólo el 5% lo considera "útil". Una aplastante mayoría de los rusos no sabe en que consiste el "plan de estabilización" de Borís Yeltsin y su primer ministro, Kiriyenko, pero temen que contenga medidas que "no podrán soportar". Los corresponsales de los diarios occidentales tienen la misma opinión y a menudo escriben que la ayuda occidental no es más que "una escayola en una pata de palo".
Leonid Abalkin, uno de los mejores economistas rusos, decía ya en 1995 que Rusia había creado la "economía de la deuda". Predijo que un día ésta sería aplastante y que el Gobierno de Moscú no podría hacerla frente. Es lo que acaba de pasar. La bajada de los precios del petróleo y la crisis asiática han influido, pero el mal es mucho más antiguo.
Varios dirigentes, como Alexandre Lifchitz, consejero económico de Yeltsin y vicepresidente de su Administración, han dimitido. Porque se avergüenzan de la economía rusa, se dice en Moscú, o porque no creen en la política de "segunda línea" de Serguéi Kiriyenko. Porque ¿qué es lo que dice en esencia? Que quiere parar los contadores por un tiempo y partir de cero. El Estado no emitirá más que a cuentagotas las obligaciones especulativas a corto plazo -ya prohibidas para los extranjeros- para impedir el hundimiento de los bancos. Basará su presupuesto en los ingresos fiscales y los utilizará para relanzar la producción. Un desgraciado lapsus le ha hecho decir: "Tendremos un presupuesto antiinflacionista": el día en que se devalúa la moneda tiene la temeridad de hablar de "antiinflación". Los precios suben ya como la espuma en Moscú, y sin duda aún más en provincias.
Borís Nemtsov y Borís Fedorov, dos viceprimeros ministros, acudieron a la televisión para decir, con cara de entierro, que los comerciantes que se aprovechen de la devaluación para subir los precios serán castigados. Pero en un país que importa la mayor parte de sus productos básicos de consumo, el encarecimiento del dólar no puede tener otro efecto; las amenazas no cambiarán nada. La cadena NTV ha hecho un sondeo telefónico entre 10.000 telespectadores sobre las nuevas medidas: el 50% las considera una catástrofe, el 40% dice que no se podía esperar nada bueno de este Gobierno, el 5% es optimista y el 5% no opina. Es un plebiscito "negativo" y comprensible: en 1992, la "reforma" despojó a los rusos de todos sus ahorros, y ahora el rublo pierde de nuevo el 50% de su valor, aunque sea por etapas.
El viernes habrá una sesión extraordinaria de la Duma, pero sólo para oír las explicaciones del primer ministro, del presidente del Banco Nacional y del ministro de Economía. El debate no comenzará hasta el martes. La oposición se ha planteado presentar una moción de censura que lograría sin esfuerzo el apoyo de una confortable mayoría (Grigori Yablinski consideraba que podría contar con 340 o 360 votos). Pero ¿de qué serviría echar al joven Kiriyenko, que, al fin y al cabo, no lo ha estropeado todo en los 120 días que lleva en el poder? El verdadero blanco de la oposición es Yeltsin. La Duma creó en junio una comisión, por 300 votos a favor y sólo 4 en contra, para el impeachment del presidente. En ella están representados todos los grupos parlamentarios, pero su trabajo avanza a paso de tortuga. Hay demasiadas acusaciones, demasiados rencores para que los parlamentarios puedan ponerse de acuerdo en la redacción de un documento, jurídicamente válido, capaz de ser aprobado por los dos tercios de las dos cámaras parlamentarias. Más que empe
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ñarse en esta quimera, la oposición quiere aprovechar el indiscutible debilitamiento del presidente para limitar sus poderes. Se trataría de convocar una asamblea conjunta de las dos cámaras para despojar a Yeltsin del derecho a elegir jefe del Gobierno y nombrar a sus ministros. El líder comunista, Guennadi Ziugánov, propone además realizar una amplia consulta entre personalidades nacionales y religiosas para discutir un "Gobierno de confianza nacional"; no se sabe quién participaría, pero es una vieja idea en la que se mantiene.
El "lunes negro" no hubo manifestaciones callejeras, pero los sindicatos independientes, con su bandera azul, y los comunistas, con la roja, preparan ya una huelga general para el 7 de octubre con la misma reivindicación: que se vaya Borís Yeltsin. Los "azules" y los "rojos" son más competidores que aliados, lo que no facilita las cosas. Es difícil comprender por qué hay que esperar hasta octubre cuando la oleada de descontento barre ya el país. Se dice que es para evitar una explosión generalizada.
El 1 de septiembre, Bill Clinton llegará a Moscú. No llevará en sus maletas los 15.000 millones de dólares suplementarios porque el G-7 considera que Rusia ya ha recibido bastante. De todas maneras, esta visita no le servirá a Yeltsin para sacar brillo a su imagen. La era del presidente ruso, como su economía, está en "fase terminal". El gran problema es quién le sustituirá y cómo.
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