Sobre duelos y quebrantos
La edición del Quijote de Francisco Rico nos permite leer al fin el texto que podemos estimar definitivo de la obra, expurgado de las erratas acumuladas como capas de polvo a lo largo de los siglos. Es un trabajo admirable y merece desde luego los elogios y recompensas que ha recibido. Sus notas aclaratorias a pie de página -que ocupan a menudo tres cuartas partes de las mismas- invitan por otra parte a dos niveles de lectura: la del lector común y corriente, interesado ante todo por las vicisitudes de la novela y arrastrado por ellas a navegar en dicha, y la del lector curioso y discreto que, conociendo ya aquéllas, se enfrasca en el estudio de las glosas y escolios de nuestro académico.Recuerdo que, varias décadas después de la lectura comentada de Las soledades por Dámaso Alonso, algunos gongoristas que conocí en los años en que fui profesor visitante en diversas universidades de Estados Unidos me decían con una dosis mayor o menor de humorismo: "Nos ha puesto las cosas muy duras para aportar algo nuevo". A juzgar por lo que leemos, el Quijote de Francisco Rico nos pone también el listón muy alto. Pero, de igual modo que un hispanista polaco cuyo nombre no recuerdo aclaró posteriormente algunos versos del poeta cordobés, como reconoció con elegancia el propio Dámaso Alonso, creo que no debemos perder la esperanza en la posibilidad de esclarecer aún algunos puntos no exhumados por el laboreo intensivo de Rico. Como modesto lector de a pie de Cervantes, me atreveré, sin ir más lejos, a señalar uno en la primera página del primer capítulo de la Primera Parte de la novela: se trata de la célebre frase tocante a la dieta de don Quijote, "duelos y quebrantos los sábados".
Comenta Francisco Rico: "Los duelos y quebrantos eran un plato que no rompía la abstinencia de carnes selectas que en el reino de Castilla se observaba los sábados; podría tratarse de "huevos con tocino". Desde la edición del Quijote de Rodríguez Marín de 1928, sabíamos en efecto que Cervantes aludía a "huevos con torreznos". En Cervantes y los casticismos españoles (Madrid, 1966), Américo Castro, con muy fino olfato, observaba: "Lo que no se sabía era el motivo de tan extraña expresión, que no describe lo que ese plato sea, sino que expresa la desestima que tenía por él quien tuvo la ocurrencia de llamarlo así" para concluir unas líneas después que "desde el punto de vista cristiano nuevo, comer tocino era motivo de "duelos y quebrantos". Mas si nuestro historiador no andaba errado, el origen de la transferencia semántica permanecía envuelto en la bruma. En una reciente cala en el Cancionero de obras provocantes a risa, topé con las deliciosas coplas del judeo-converso Antón de Montoro, más conocido por su apodo el Ropero (1404-1480) -un bardo muy popular en su tiempo, célebre por sus polémicas con otros poetas conversos-, que reproduzco a continuación: Sola del Ropero al corregidor de Córdova, porque no falló en la carnecería sino tocino, y ovo de mercar de él: "Uno de los verdaderos/ del señor rey fuerte muro/ han dado en los carniceros/ causa de me hazer perjuro:/ no hallando por mis duelos/ con qué mi hambre matar,/ hanme hecho quebrantar/ la jura de mis abuelos".
Como puede apreciar el lector, la asociación del tocino con duelos y quebrantos no puede ser más explícita. Y si tenemos en cuenta que la sección de Burlas del Cancionero general se imprimió siete veces en España (de 1511 a 1541) y dos en Amberes (1557, 1573) -pese a la creciente presión de la Iglesia y del Santo Oficio tocante a la expresión escrita del sexo-, no resulta aventurado suponer que la fórmula duelos y quebrantos era conocida, si no popular, en los medios cristianos nuevos que frecuentó Cervantes. Un enfermo de libropesía -¡la fórmula no es mía ni de Julián Ríos, sino de Quevedo!- como el autor del Quijote, capaz de inspirarse en la totalidad del corpus literario de su época, homenajeaba así, a su manera, la amarga ironía del Ropero, según advirtió ya en 1980, conforme verifico al pergeñar estas líneas, el hispanista norteamericano Bruce Wardropper.
La picardía literaria de Cervantes, omnipresente en toda su obra, era producto a su vez de esta "moral del pícaro" que defendía, no sin riesgo, Francisco Rico frente al clamor pasional suscitado por el secuestro -y posterior asesina-to- de un inocente por los sicarios de ETA. Los cervantistas no deben desanimarse, pues, ante la magna empresa de nuestro académico. El inventor de la novela moderna nos reserva todavía algunas sorpresas.
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