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Desde las jaulas medievales

Hemos pasado de las jaulas medievales a las cabañas modernas. Me refiero a los recintos, a los entresuelos, a los escondites de los secuestrados, de las víctimas de los diversos fanatismos de este siglo. En otras palabras, hemos progresado poco, menos que poco. Aquello que llamamos progreso ha tenido un carácter acumulativo, material, pero no ha ido acompañado de un verdadero enriquecimiento de la conciencia. A menudo, por el contrario, da la impresión contradictoria, casi perversa, de que la acumulación de los bienes, el desarrollo vertiginoso de las economías modernas, provoca en forma paralela, inevitable, un empobrecimiento mental y moral de los individuos. Avanzamos por un lado, el aparente, el visible, y retrocedemos por el que llamábamos y deberíamos seguir llamando del espíritu.He visitado en otros tiempos, en épocas de juventud y de ocio creativo, castillos del centro de Europa en los que se conservan las jaulas de los antiguos presos. No puedo dejar de colocarme con la imaginación en el pellejo del enjaulado, sometido al sol, a la lluvia, al hielo, en su jaula suspendida de un garfio siniestro, símbolo de la tiranía. He bajado a los sótanos de piedra de la fortaleza de Chillon, en las orillas del lago de Ginebra, sótanos cuyos presos políticos inspiraron a lord Byron. Después he pensado en las mazmorras de la Inquisición de Lima, con su podredumbre húmeda, y en las discotecas del Chile de años muy recientes. Byron escribió para que el horror no se repitiera. Como el Víctor Hugo de Los miserables y el de Los castigos. Nosotros, con nuestros medios, dentro de nuestros límites, también hemos escrito en contra de toda forma de tortura, cualquiera que sea su pretexto, y a favor de las libertades. Cabe preguntarse, sin embargo, después de tanto tiempo y de tantas cosas, si ellos, los modelos clásicos, los Byron y los Víctor Hugo, si todos nosotros hemos conseguido algo. La cabaña de las cercanías de Colindres, en el norte de España, donde vegetó el señor Segundo Marey, ciudadano del sur de Francia secuestrado por equivocación durante la guerra sucia contra ETA, esa cabaña, repito, con toda su fuerza simbólica, nos deja pensativos. Pensativos y un tanto escépticos. La diferencia de fondo, quizás, entre los suplicios antiguos y los actuales consiste en el paso del dolor físico a la tortura psicológica. Los esbirros entraban a las jaulas, a las prisiones subterráneas recreadas en el siglo XVIII por la imaginación del Piranesi, el gran ilustrador de cárceles inventadas, y arrancaban con tenazas la carne de los encerrados. En la cabaña de Colindres, en cambio, Segundo Marey, empresario pequeño, ciudadano pacífico, y sus carceleros, según los testimonios escuchados en el juicio abierto en Madrid, comían carne con verduras, fabadas envasadas de la marca Litoral. El señor Marey, eso sí, tenía la vista vendada y creía que de un momento a otro le iban a descerrajar el tiro en la nuca.

La literatura moderna ha denunciado el abuso con elocuencia, con fantasía, con lenguajes indirectos o directos, pero cuando vemos el estado actual de la situación nos descorazonamos. Ahora sabemos que Franz Kafka, en su juventud, perteneció a un comité destinado a aliviar los efectos psicológicos de las guerras. No le faltaría trabajo a ese curioso comité, ni entonces ni ahora. Kafka, como vemos, fue precursor, previsor, profético. Los sufrimientos de Marey no son comparables a los del prisionero de Byron o a los de los enjaulados medievales, pero, en algún aspecto, debido a su naturaleza mental, fantasmagórica, a su aparición no anunciada y no explicada, fueron peores. Lean ustedes Invitación a un suplicio, una de las novelas de la etapa rusa de Vladímir Nabokov. Nabokov es un Kafka más burlón, más aéreo, más lúdico. Cincinato, el personaje de esta obra, estaba condenado a muerte por un delito que no conocía: mientras esperaba la fecha de la ejecución, también desconocida, sus carceleros lo mimaban, le daban buena comida, fabadas de buena marca, y hacían esfuerzos, actos de acrobacia, veladas circenses, para que no se aburriera. Asistimos al final de un siglo de fanatismos, y los fanatismos, en lugar de amainar, adquieren pretextos diferentes. Mi viejo y admirado amigo Francisco Ayala, a quien he felicitado de buena gana por su Premio Príncipe de Asturias, me habla del «fanatismo de los buenos sentimientos», que es la síntesis de todos ellos. Yo estoy lleno de buenos sentimientos, soy mejor que usted, me sacrifico a favor de la felicidad de mis semejantes, y tengo, por consiguiente, el derecho y hasta el deber de suprimirlo, de suprimir a todos los que se me oponen. Así pensaban Hitler y Stalin, desde luego, pero la experiencia histórica no ha bastado. Ahora hay gente capaz de eliminarlo a uno en nombre de la ecología, de los nacionalismos, de los integrismos religiosos. En resumen, de entidades tan encomiables e indiscutibles como la naturaleza, la patria, la divinidad. Buenos sentimientos, buenas intenciones que sirven para pavimentar todos los infiernos de esta época.

Ahora veo que Felipe González, en un evento universitario reciente, acaba de afirmar que todo nacionalismo es «excluyente». «Hasta el nacionalismo moderado», ha dicho. Estoy enteramente de acuerdo. El romanticismo produjo en sus orígenes excelente literatura, pero derivó a poco andar en una pésima acción política. El racionalismo ilustrado, con su sentido mayor de la realidad, con su exigencia crítica y experimental, era mucho más confiable en la vida práctica. Los caudillos hispanoamericanos de comienzos del siglo XX eran figuras románticas. Pronto se convirtieron en tiranos, en dictadorzuelos. El nacionalismo fue su gran pretexto.

En América Latina, hasta hoy, vivimos enredados en conflictos de límites, en rivalidades anacrónicas, en herencias trasnochadas del siglo nacionalista y romántico. Si nos quitáramos de encima con fuerza, con verdadera independencia, con autonomía intelectual, estas adherencias del pasado, nuestros caudillismos, nuestros militarismos, nuestros presidentes que casi siempre aspiran a perpetuarse en el poder, perderían sus mejores argumentos. Se quedarían sin pretextos. Entraríamos en un periodo de democracias más sólidas, más viables.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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