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Políticos mojados por Lorca

Esteban González Pons

Federico le habría divertido el agua que deslució los actos públicos previstos para celebrar su centenario. Pocas cosas le parecerían hoy más "chorpatélicas" que ese nutrido conjunto de autoridades, críticos y curiosos, empapados por una lluvia que parecía caer sólo frente a su casa natal. Es más, estoy convencido de que a él mismo se le habría ocurrido organizar el chaparrón de haber podido hacerlo. Que le habría encantado imaginar cómo candidatos, alcaldes, licenciados, charlatanes, momias y deudos soportaban, estoicamente, semejantes goterones en sus lentes y sobre sus calvas, mientras se dirigían a homenajear, oficialmente por supuesto, a la cuna que meció sus primeros sueños. No digo que la celebración fuera inadecuada. Tampoco la critico. Yo mismo habría acudido, tan solemne como me hubiera sido posible, si aquella fuera la circunscripción por la que he obtenido mi escaño en el Senado. Lo consideraría, en ese caso, una obligación propia de mi cargo y de la estación administrativa en la que estamos. Sólo digo que a Federico le habría divertido y que, por eso, no cupo mejor celebración que la del agüilla de junio sobre la púrpura figurante. Un presidente, entre tantos presidentes, descubrió una placa en la que su propio nombre antecedía, con letras de igual tamaño, al de García Lorca y tuvo que ser un nubarrón quien pusiera a cada uno en su sitio, al político a cubierto y a Federico en la risa. Como en un retablo de marionetas, la capa del poeta poseía una magia capaz de desnudar a quien, sin versos que decir, osara presumirla, y alguien lo intentó y se cubrió el cielo. ¡Qué risa, los políticos sin paraguas como un rey sin ropa! Como a los malos cantantes, a los falsos rapsodas les llueven ranas y moscas, ¡qué risa para los niños, qué día para Federico! Otro excelentísimo señor se dirigió a los medios de comunicación, que por un segundo habían dejado de recitar el romance de La casada infiel, para decirles que el autor era de todos, pero de unos más que de otros. También éste se mojó y, sin embargo, tenía algo de razón. Lorca es más de mademoiselle Teresita Guillén, de la monja gitana, de los despoblados con jinete, de los negros de Nueva York, del sueño sin sueño y de la barba llena de mariposas de Walt Whitman, y menos de las autoridades de cualquier pelaje o condición. La muerte de Lorca, sin embargo, si es que por ahí iba el tiro, no es de nadie, es fruto de una locura que no dejó piedra sobre piedra por muchas edades. De nadie. Una locura militar, peninsular, histórica, pobre, ciega y miserable, de la que no se escapó nadie, ni los que murieron, ni los que sobrevivieron, ni los que no habíamos nacido. Después de todo, una locura política que debería habernos enseñado a no politizar nunca más la muerte de los poetas, a no volver a separarnos como sólo los políticos sabemos separarnos. Dicho de otro modo: la lluvia fue también un enjambre de puntos de interrogación para las declaraciones solemnes. Yo le debo el descubrimiento de Federico a mi adolescencia y a un poeta de derechas, el valenciano Rafael Duyos, a mi corazón indomable de muchacho y a su alameda de San Antonio de Requena. Después vinieron Alberti, Bécquer, Salinas, Cernuda, Neruda, Blas de Otero y Colinas, entre otros, pero Lorca fue el primero y, como tal, sé que no le perdonaría, al senador que hoy me encarna, que olvidase que una vez compartí con todos ellos esa insensatez que llamamos poesía. Por eso, este artículo. Para decir que la necesidad de inauguraciones que angustia a las autoridades y el espacio infinitamente blanco que se abre a las ediciones dominicales de los periódicos, nos lleva muchas veces a celebrar lo que no necesita otra celebración que la de su existencia cotidiana. Nos lleva, como recordaba Federico, a colocar un león de marmolina sobre la tumba de Rubén Darío, "como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas". Nos lleva, lujo de rico demócrata, a ponerles un parque, una calle, una plaza, un busto o una corona, como a una querida o a un querido se les pone un piso, a cientos de poetas a los que les haríamos más bien leyéndoles de vez en cuando. Por eso, este artículo. Porque yo también merezco la coz de la lluvia sobre Fuente Vaqueros. Porque, si hubiera sabido que iba a llover, debería haber tenido el valor de estar allí, dejando que se empapase de intemperie la dignidad de mi cargo público, haciendo reír a Federico, mojándome por lo que fui y debiera ser. Ay, feliz también de hacer reír a los niños.

Esteban González Pons es senador del PP por Valencia.

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