Las cifras del libro
PEDRO UGARTE Con Bilbao ha comenzado el maratón de ferias del libro que se van a ir sucediendo durante los próximos meses. Las casetas volverán a ser esas ubres de vaca ante las cuales se amontonan los curiosos, en busca de alimento cultural. Se espera lo de siempre: días de buen tiempo y estrellas de la literatura, visitas a los stands y un cierto revuelo periodístico. Sobre las ferias de libros nunca hay nada malo que decir. La cultura, y en especial la literatura, pasa tan desapercibida que esa especie de explosiones en medio de la plana agenda del resto del año se reciben casi con alivio. De pronto a una ciudad llega todo el mundo, la prensa organiza suplementos especiales y, si uno se lo propone de verdad, puede tomar el aperitivo cerca de Eliseo Alberto o de Antonio Tabucchi y robarles una amable, etérea dedicatoria. Quizás la literatura sea la expresión artística que de forma más apremiante necesita de esa fugaces borracheras. La literatura, por definición, es un arte escasamente exportable. Una ciudad puede aprovechar de muchas maneras el hecho de albergar en su seno un faraónico museo de arte contemporáneo, un portentoso teatro o una maratoniana universidad de verano. Por desgracia, una ciudad rentabiliza difícilmente la actividad literaria. Los libros, al igual que las esculturas de cemento armado, los cuadros murales o los grupos de coros y danzas, representan un fenómeno cultural, pero al contrario que éstos padecen una gran desventaja: son difícilmente perceptibles. Algo parecido pasa con todo lo relacionado con la misma literatura: las administraciones públicas liberan miles de millones para construir museos o palacios de congresos, rehabilitar catedrales o levantar conservatorios. Loables deben de ser esos esfuerzos, sobre todo cuando nadie encuentra debajo de alguna piedra esos cinco milloncitos que apenas harían falta para editar en el País Vasco una revista literaria, una sola revista literaria, que aún brilla por su ausencia, donde los más jóvenes escritores podrían encontrar un foro estable de encuentro y edición. Bueno, bonito y barato, pero quizás no lo suficiente como para conmover a los numerosos gestores culturales del país. La rentabilidad de la cultura se ha medido siempre en términos económicos: tantos cursos en la universidad de verano con tantos miles de asistentes, tantos visitantes del museo durante tantos meses, tantas funciones en tantos teatros con tantas entradas vendidas. Las primaverales ferias del libro se saldarán del mismo modo: alguien hablará muy pronto del porcentaje mayor o menor de ventas en relación al año pasado. Tantos libros de tantos autores para tantos visitantes. Tanto de tanto. La cultura como el presupuesto del Departamento de Obras Públicas o como los estudios que publica el Instituto Vasco de Estadística. Huérfana de grandes coreografías, la literatura se agarra a las ferias para hacerse notar. La inestabilidad de las casetas frente a la mole imponente del Guggenheim. Quién podrá nunca con eso. Si la literatura, como cualquier otra manifestación artística, necesita cierto grado de iniciación, se diferencia de otras artes por una circunstancia definitiva: no está al alcance de la gente impresionable. Melancólico habitáculo de los amantes del lenguaje, los libros seguirán susurrando su mensaje secreto en medio de una sociedad cada vez más ruidosa, cada vez más sometida a los vaivenes de la imagen, de la mera ilusión óptica. Aunque sea para no dejar de cumplir con ese hermoso destino, aceptemos el saldo periodístico-económico de las próximas ferias: tantas ventas, tantos millones, tanta afluencia de público, tanto de tanto. Y que al menos todo eso sirva para que algún neófito se tropiece con el libro, ese universo espejeante que discurre paralelo a la mera realidad, y la interpreta, y la enriquece, y a veces incluso la condena.
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