Los rasputines
El general Barry McCaffrey, zar antidrogas del gobierno de Estados Unidos, provocó un escándalo hace unos días, convocando una conferencia de prensa, en Washington, para denunciar a Vladimiro Montesinos -asesor presidencial y hombre fuerte del régimen autoritario peruano- por haber trucado una cinta de vídeo, en la que ambos aparecían durante una reciente visita del general a Lima, a fin de mejorar su imagen y aparecer ante la opinión pública como avalado por Estados Unidos. «Estoy ofendido de que haya utilizado mi visita para limpiar su imagen ante el pueblo peruano», declaró. Añadió que «compartía» la preocupación por las acusaciones sobre abusos contra los derechos humanos de los que es acusado Montesinos y que acababan de participarle representantes de Amnesty International y Human Rights Watch.De este modo, una cuidadosa operación montada por el personaje de marras y los medios de comunicación a su servicio para adquirir respetabilidad según el método contagioso de lo que Frazer llamó la «magia simpatética» en La Rama Dorada, se frustró y resultó contraproducente, pues puso en evidencia, ante el mundo entero, la falta de escrúpulos con que actúa quien, desde el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, es el poder detrás del trono y el cerebro intelectual de la represión, censura y manipulación política en el Perú: el misterioso, escurridizo y polifacético capitán Vladimiro Montesinos, cuyo prontuario le ha ganado ya un lugar de privilegio en la borgiana historia universal de la infamia.
Todas las dictaduras han superado alguna variante de la especie a la que el «asesor presidencial» pertenece: los rasputines. Alguien que, desde la sombra y la impunidad, planea las grandes operaciones destinadas a acallar o comprar opositores, sobornar o intimidar periodistas y jueces, tapar escándalos o provocarlos al servicio del régimen, administrar los ascensos, los destinos y las jubilaciones en las Fuerzas Armadas para garantizar su docilidad política, montar las farsas electorales y tender laberínticas redes de delación que al mismo tiempo que mantienen informado al Gobierno sobre las andanzas de amigos y enemigos desarrollan un sistema generalizado de autocensura e intimidación, que embota el espíritu crítico y desmoraliza y anula las iniciativas de recuperación democrática. Los pequeños o los grandes crímenes -asesinatos, desapariciones, torturas-, correlato inevitable de todo régimen autoritario son, casi siempre, concebidos, y a veces ejecutados, por el Rasputín. Y, también, claro está, los grandes negociados, las prebendas y comisiones, que asegurarán, más tarde, a él y a los suyos, una próspera vejez. Porque, sobre todo en América Latina, aunque los dictadores terminan a veces mal, los rasputines casi nunca; por el contrario, luego de un prudente descanso en el extranjero -vacaciones parisinas o suizas, de preferencia- suelen retornar a la Patria rodeados de un aura bienhechora, y alcanzar incluso, tardíamente, la ansiada respetabilidad.
El primer Rasputín que padecí fue don Alejandro Esparza Zañartu, el genio tenebroso encargado de la seguridad durante la dictadura del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956). Había sido un oscuro mercader de vinos y llegó a la Dirección de Gobierno por mera amistad y compadrazgo con jerarcas del régimen. Allí -para citar por segunda vez a Borges- se encontró con su destino. Se descubrió un talento fuera de serie para la intriga y la represión políticas y durante ocho años consiguió -corrompiendo, intimidando, encarcelando, exiliando, torturando o desapareciendo adversarios- anular todos los intentos de rebeldía contra el régimen. La Universidad de San Marcos, en la que estudié, había sido esterilizada políticamente por Esparza Zañartu. No sólo los profesores y dirigentes estudiantiles de oposición estaban presos o desterrados; además, debíamos asistir a unas clases trufadas de "soplones" disfrazados de alumnos que nos hacían vivir en la inseguridad y la desconfianza.
En 1954, con un grupo de delegados estudiantiles, le pedimos una audiencia. Queríamos que nos autorizara a llevar unas frazadas a unos compañeros en prisión, a los que tenía durmiendo en el suelo en el Panóptico. Nos recibió y nunca he olvidado aquella cara aburrida, apergaminada, aquella vocecita sarcástica que hablaba con faltas gramaticales, aquel cuerpecillo esmirriado. ¡Qué poquita cosa parecía el Fouché del odriísmo! A recrearlo en una novela dediqué tres años de mi vida. Cuando salió Conversación en La Catedral, y los periodistas fueron a preguntarle si se reconocía en el personaje de Cayo Mierda, se permitió bromear: «Si Vargas Llosa me hubiera consultado, le habría contado cosas más interesantes...». Era, entonces, un ciudadano pacífico, dedicado a la horticultura y a la filantropía, que acababa de regalar un hospicio a la sociedad.
La novela que ahora escribo, situada en la República Dominicana en la última época de la dictadura del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961), me ha puesto sobre las huellas de otro soberbio Rasputín: Johnny Abbes García, Jefe del Servicio de Inteligencia de aquel régimen. Es, seguramente, uno de los más extravagantes e inusitados especímenes del género, alguien que merecería él sólo una minuciosa biografía. Hijo de una familia irreprochable, frecuentó de joven las peñas literarias, y fue periodista deportivo y locutor hípico. Luego, aparece viviendo en México, protegido por el líder sindicalista y político de izquierda Vicente Lombardo Toledano -se casaría con su secretaria- y enviando informes secretos al Benefactor y Padre de la Patria Nueva sobre las andanzas de los exiliados dominicanos en México y América Central. Más tarde, dirige, perpetra y ampara varios asesinatos de antitrujillistas en el extranjero, una especialidad suya que trata de poner en práctica contra el Presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, organizándole un atentado con coche-bomba, durante una ceremonia pública, del que el mandatario se salva por un pelo (quedó herido).
Las historias de las torturas, crímenes, desapariciones y chantajes perpetrados los dos últimos años del trujillismo por el «coronel» Abbes García superan los peores excesos de la imaginación más perversa. El ex-presidente dominicano, Joaquín Balaguer, cuenta que lo vio, una vez, leyendo con verdadera delectación por los corredores de Palacio un libro de torturas chinas. En esas páginas se inspiraría para los indecibles tormentos a que personalmente sometía a los presos políticos, en su cubil de la cárcel de La Cuarenta -uno de los cuales era sentarlos en «la silla eléctrica», o arrancarles las uñas, la lengua y los ojos-, antes de echarlos aún vivos a los tiburones, desde un acantilado. Después del asesinato de Trujillo, Balaguer se apresuró a nombrar cónsul en el Japón al impresentable personaje. Pero éste se quedó merodeando por Canadá, Francia y Suiza, y terminó regresando al trópico de sus amores, esta vez a Haití, como asesor en cuestiones de seguridad de un digno émulo de Trujillo: el Dr. Duvalier, más conocido como Papa Doc. Su trayectoria haitiana culminó en un pequeño apocalipsis. Fiel a su vocación, participó en una intriga subversiva contra su empleador, que encabezaba un yerno del tiranuelo haitiano. El Doctor Duvalier era un hombre expeditivo y no perdía tiempo en sentimentalismos: hizo volar con dinamita la casa de Johnny Abbes García y en la explosión murieron carbonizados, además de él, su mujer, sus hijos, sus dos sirvientas y algunos perros. Naturalmente, la leyenda lo sobrevive, y en Santo Domingo hay gentes que me aseguraron que ese cataclísmico final es una patraña, ideada por él mismo, para borrar sus huellas, y que aún vive, con otra cara y otro nombre, rico en dineros y en recuerdos, a orillas del Lago Leman.
La mitología y la historia se confunden en el curriculum vitae de un Rasputín y el ahora celebérrimo Vladimiro Montesinos no es una excepción a la regla. Es arequipeño (para tristeza de la tierra en que nací) y llegó a capitán del Ejército, especializado en inteligencia. Fue luego expulsado de manera infamante de las Fuerzas Armadas, bajo la acusación de haber vendido secretos militares a una potencia extranjera -la CIA, al parecer- por lo que fue condenado y pasó un tiempo en una prisión militar. Ya libre, se recibió de abogado y se especializó defendiendo a narcotraficantes, razón por la que -explicó una vez el Presidente Fujimori a la prensa, sin sonreír- le venía como anillo al dedo la responsabilidad que le había confiado el régimen de encargarse de la lucha contra la droga. (El más importante narcotraficante capturado en el Perú, «Vaticano», declaró en el juicio haber tenido en su nómina al Rasputín peruano en los años noventa).
La vinculación entre Montesinos y Fujimori data, según diversos testimonios, del periodo que medió entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones de 1990. Gracias a sus relaciones con el Poder Judicial, Montesinos se encargó de hacer desaparecer, de todos los registros judiciales, los problemas administrativos y legales que asediaban al candidato (como descubrió la prensa), entre ellos el relativo a su cuestionado lugar de nacimiento (nunca ha quedado claro si nació en el Japón o en el Perú). Ésta sería la razón primordial por la que Fujimori ha resistido las múltiples presiones que ha recibido en estos años de afuera y de dentro del régimen para que se desembarace de su peligrosa compañía. Sus funciones son inciertas; era el Jefe del Servicio de Inteligencia, pero ahora hay otro militar, por lo menos en teoría, al frente de ese puesto. Es sólo el «asesor presidencial».
Todo el mundo sabe, sin embargo, y sobre todo las víctimas del régimen, que este hombrecito de semblante anodino y calvicie incipiente ha sido directa o indirectamente responsable de todas las decisiones centrales tomadas por el régimen en los últimos ocho años: desde la articulación del gobierno civil con una cúpula castrense cuidadosamente depurada para dar el golpe de Estado de 1992 y establecer en el Perú una dictadura cívico-militar, como todos los pasos tomados para consolidarla y perpetuarla mediante el control de los principales medios de comunicación, las defenestraciones de jueces no serviles, y las mojigangas electorales. El gobierno le atribuye un rol prístino en la eliminación del terrorismo. Tal vez sea cierto, como lo es -según el testimonio devastador de antiguas colaboradoras suyas, tal la ex-agente Leonor La Rosa, torturada hasta ser convertida en un guiñapo humano en los sótanos del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y reciente víctima de un intento de envenenamiento en un hospital de México- que a su oficina convergen los hilos de las más horrendas hazañas contra los derechos humanos perpetrados en el Perú, desde el asesinato de los ocho estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta -cuyos huesos fueron devueltos en cajas de Leche Gloria a sus familiares- hasta el elevadísimo número de desaparecidos que se denuncian cada año en el Perú (892 sólo en lo que va corrido del año). Y las víctimas de los dos últimos atropellos de mayor repercusión internacional ocurridos en el Perú, el despojo de Canal 2 de Televisión a su dueño Baruch Ivcher y el acoso y persecución que ha obligado a asilarse en Costa Rica a la Decana del Colegio de Abogados Delia Revoredo -por oponerse a una nueva reforma de la Constitución para la segunda reelección de Fujimori- han señalado, inequívocamente, al Rasputín peruano como el instigador.
Que el capitán Montesinos es muy eficaz en sus tareas represivas al servicio del régimen es algo que hasta yo puedo documentar, aunque mis experiencias sean muy benignas en comparación con lo que han experimentado otros peruanos indóciles a la dictadura. Cuarenta y siete sobres y paquetes con recortes y manuscritos personales míos enviados en 1992 desde Berlín, por correo certificado, desaparecieron. Pedí una investigación a la Oficina Central de Correos de Berlín, y, diez meses después, me dieron el resultado: los cuarenta y siete sobres y paquetes llegaron al Correo Central de Lima. Pero, de allí, en vez de seguir viaje a mi casa, se desviaron, presumiblemente, hacia las oficinas del ex-abogado de narcos, quien, por lo visto, comparte con su difunto colega, el dominicano Johnny Abbes García, una cierta curiosidad literaria. Hace apenas tres meses, para poner a prueba el poder de intercepción de la correspondencia ajena por parte del régimen, envié a Lima, en ocho sobres dirigidos a ocho personas diferentes, y sin mención del remitente, otros tantos ejemplares de la revista de EL PAÍS, del 11 de enero, dedicada a las víctimas de la represión política en el Perú. Ni uno sólo llegó a su destino. ¡Bravo, capitán!
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