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Entrevista:

José Saramago: «Confío más en una mujer que en un hombre»

Juan Arias

Juan Arias. De ti se han escrito infinidad de cosas, muchas falsas a tu juicio. ¿Hay algo que crees deberían saber de ti los lectores y lo ignoran?José Saramago. Yo no quiero que los lectores sepan lo que sé de mí. Lo que está entre mí y ellos son mis libros... Si yo pudiera y quisiera decir quién soy, lo que haría sería escribir un libro para decirlo y a lo mejor me equivocaría. O algo peor que equivocarme, podría engañar a los otros, porque cuando uno está preocupado por decir lo mejor que tiene de sí mismo, se resiste a decir que quizá es un canalla, eso no lo hace nadie. Todos queremos aparecer como buenas personas. Como máximo podemos aceptar que tenemos algunas debilidades, pero nada más.

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J. A. (...) En realidad pienso que es raro que en un autor haya una coherencia absoluta entre su obra y su vida porque a veces la obra se cruza con la vida.

J. S. En mi caso sí creo que hay una coherencia muy fuerte entre la persona que soy, la vida que tengo, la vida que he vivido y lo que escribo. No sé si es una coherencia absoluta, pero creo que es una consecuencia de que no pongo a nadie, y me estoy refiriendo al narrador, a contar cosas. Yo soy quien las está contando. El espacio que hay entre el autor y la narración está ocupado a veces por el narrador que actúa como intermediario, a veces como filtro, que está allí para filtrar lo que pueda ser demasiado personal. El narrador está a veces ahí para ver si se puede decir algo sin demasiado compromiso, sin que el autor se comprometa demasiado. Diría que entre el narrador, que en este caso soy yo, y lo narrado no hay ningún espacio que pueda estar ocupado por esa especie de filtro condicionante o de algo (...) neutral que se limita a narrar sin implicaciones. Puedo decir que hay una implicación personal, directa en lo que escribo. A eso es a lo que creo que tú llamas coherencia...

J. A. Tú eres, sin duda, el único que conoce lo que te dicen los lectores porque sé que recibes muchísima correspondencia. ¿Cuál es la identidad de tu lector? ¿Cuál es el denominador común de los que se relacionan contigo?

J. S. Ante todo quiero adelantarte que también recibo cartas de lectores que me insultan, sobre todo de católicos, por mi libro El Evangelio según Jesucristo. La verdad es que son muy curiosas, porque algunos católicos tienen una facilidad para insultar increíble, ¡cómo insultan!, parecen inquisidores potenciales. Pero creo que lo que caracteriza a mi lector es la sensibilidad. Es como si lo que yo estoy escribiendo, y de alguna forma estoy empleando palabras que he leído en algunas de esas cartas, la gente advirtiese que lo estaba necesitando y no lo había encontrado antes. Esto no es para decir que todas las cartas sean una cosa estupenda y maravillosa, no creo en esas reacciones de tipo «su libro ha cambiado mi vida», pero es como si una puertecita del lector necesitara una llave y esa llave se la hubiera dado la lectura de un libro mío. Quizá se haya tratado de una puertecita muy pequeña, que no tiene demasiada importancia, pero estaba cerrada y el libro se la ha abierto. Y lo que se expresa es esa sensibilidad: «Usted ha tocado algo que me ha llegado».

J. A. ¿Recibes más cartas de varones o de mujeres?

J. S. Más de mujeres, pero lo que me sensibiliza muchísimo es que igual me llega una carta de un chico que de una chica, de gente adulta y de ancianos. A veces recibo cartas que, cuando llego al final de su lectura, me descubro llorando, embargado por una tremenda emoción. Eso denota, aparte de un sentido de mucha responsabilidad, una sensación muy fuerte. Me llegan de todas las partes del mundo.

J. A. (...) Leyendo las entrevistas que te han hecho a lo largo de tu vida me he dado cuenta de que en las que te hacen periodistas femeninas te entregas y te abres más que en las que te hacen los varones.

J. S. Sí, soy consciente de ello y lo confirma el hecho de que tengo más amigas que amigos. Soy mucho más fácilmente amigo de una mujer que de un hombre. Con ellos tengo una especie de distancia, lo que no significa que no tenga amigos y de corazón, pero estoy más unido a mis amigas. Yo confío mucho más en una mujer que en un hombre, eso está clarísimo, y ellas saben más de mí que mis amigos, pero tal vez sea por una especie de pudor masculino, el hombre siempre es una especie de competidor, uno siempre tiene cuidado de no pasarse. En el caso de la mujer la entrega es mucho más fácil.

J. A. La infancia de cada uno de nosotros suele influir notablemente en nuestra edad adulta. La tuya la pasaste entre una aldea rural y Lisboa. ¿Quién crees que influyó más en ella, tu padre o tu madre?

J. S. Es un poco difícil hablar de eso porque mis padres me querían muchísimo, no es nada nuevo, pero hay algunas cosas que a lo mejor me han condicionado después. La relación con mi padre fue siempre una relación que no era mala, pero en algunas cosas es como si no hubiera llegado a conocerle nunca. Tengo sobre esto una sensación particular: que nosotros vivimos con nuestros padres un día y otro y, de repente, se van y nos damos cuenta de que no los habíamos llegado a conocer. Por lo menos es lo que a mí me ocurrió, es como si el hecho de ser padre y madre ya lo explicara todo y se da todo por entendido. Luego, cuando descubrimos esa idea, nos damos cuenta que ya no podemos saber nada más, porque han muerto. Al final, no hemos podido saber quienes eran.

J. A. Para un varón la relación con el padre puede, segun los psicólogos, condicionar mucho la edad adulta.

J. S Con mi padre tuve una relación normal, sin más, y con mi madre creo que fue una relación más complicada. Tuve un hermano dos años mayor que yo que murió muy pronto y recuerdo que mi madre, evidentemente de una forma inconsciente, me hizo sufrir cuando era pequeño, comparándonos y elogiando al hijo desaparecido. La vida le hizo ser una mujer dura, austera. Recuerdo que le pedía un beso y no me lo daba nunca. Eso que es lo más normal en la relación entre madre e hijo, sobre todo cuando eres un niño chico, que la madre siempre está acariciándote y besándote, yo no lo tuve. Eso me dolió mucho y, al final, cuando ante mi insistencia mi madre me daba un beso, me lo daba de refilón, y mira que me quería mucho, pero la expresión de amor conmigo se le bloqueaba. Posiblemente la muerte de mi hermano fue la causa de ese comportamiento, pero tampoco estoy seguro... Quizá por eso yo tengo más referencias de mis abuelos paternos que de mi padre y de mi madre, aunque tampoco puedo idealizar mucho esas relaciones porque era gente de pueblo, con la vida muy dura, que no tenía mucho espacio en la sensibilidad para el cariño... J. A. (...) En el mundo rural, que parece tan árido, había un cierto respeto por la naturaleza, a su modo, y lo hemos roto. Hay quien defiende que los animales no tienen derechos porque el hombre es el rey de la tierra y puede disponer de ellos a su antojo.

J. S. En el fondo es repetir las palabras de Dios cuando dice en la Biblia que el hombre tiene que poseer y dominar la tierra. Pero eso no es así. Tengo ahí una foto de mis abuelos maternos. Ese hombre alto y flaco que ves es mi abuelo Jerónimo, el padre de mi madre y ella es mi abuela Josefa. Mi abuelo era pastor de cerdos. (...) Sólo te voy a contar dos detalles que, desde mi punto de vista, resumen lo que estamos diciendo de la relación con la tierra y todo lo demás. En invierno podía ocurrir, y ocurrió alguna vez, que algunos cerditos, los más débiles, podían morirse de frío porque las pocilgas estaban fuera. Entonces los dos se llevaban a esos cerditos a su cama y allí dormían los dos viejos con dos o tres cerditos, bajo sus mismas sábanas, para calentarlos con su propio calor humano. Esto es un episodio auténtico. A ese abuelo mío, cuando estaba muy enfermo lo llevaron a un hospital de Lisboa donde murió. Cuando se fue del pueblo, a sus 72 años, aquella figura que no olvidaré nunca, se dirigió al huerto donde había algunos árboles frutales y abrazándoles, uno por uno, se despidió de ellos llorando y agradeciéndoles los frutos que le habían dado. Mi abuelo era un analfabeto total. (...) Se estaba despidiendo de la vida que ellos eran y que no compartiría más, y lloraba abrazado a ellos porque intuía que no volvería a verlos. Y a partir de aquí sobran todas las palabras.

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