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Cien años de piedad

Vicente Molina Foix

El genio amable tiene peor prensa que la grosería de los sublimes. Al arte no le afecta esencialmente esa diferencia de los humores, que sufren, en todo caso, quienes pululan alrededor del artista como allegados o receptores inmediatos de su obra. Por hablar de poetas sólo, y sólo esta vez de los de la primera mitad del siglo, se sabe que a Juan Ramón Jiménez no había quién le aguantase, nadie excepto Zenobia Camprubí (de quien otro maligno, Ramón Pérez de Ayala, dijo en una cena, al comentar alguien el martirio que para esa mujer debía ser la convivencia con Juan Ramón: «Zenobia, sí, una mártir. Mártir y virgen»). Es natural que hoy leamos al poeta de Moguer sin fijarnos en la materia pringosa de la que estaba hecha su vanidad, su intolerancia de genio que no cree tener parangón, rasgos no necesariamente dañinos para su poesía. Del mismo modo que se han borrado para nosotros, sus admiradores de la posteridad, los enervantes brotes de histeria, de insegura arrogancia, de celo vengativo, de Luis Cernuda, que coetáneos de no menor talento y mejor disposición padecieron, con el riesgo de alejamiento y desdén que esas lacras de carácter pueden provocar. Respecto a la maldad legendaria de Bergamín, resultaba tan infalible que posiblemente no fuese sino el astuto disfraz demoníaco de un católico de gran caridad.

El pasado domingo habría cumplido 100 años Vicente Aleixandre, y la frase es más que un tópico de ucronía cariñosa. Aleixandre tuvo una larga vida de apariencia invariable, y quienes le trataron en su primera madurez o a los 80 años coincidieron en verle imperecedero. En la ancianidad, estando ya definitiva y no sólo formalmente enfermo, el poeta seguía alerta y risueño, curioso de la última novela y los más atrevidos cotilleos, asequible a sus amigos, incluidos los jovencísimos. Seguro que anteayer alguno de ellos se acercó a la manzana 60 letra A del Cuartel 67 del cementerio madrileño de la Almudena, donde sus restos, no aventados por la odiosa práctica de la cremación, le fijan material y espacialmente a nuestra memoria de enterradores (aunque estén confundidos a estas alturas con los de su querida hermana Conchita).

Pero también otros pudieron elegir el camino de Velintonia, la calle en el Parque Metropolitano donde su casa, hoy desolada, permite la ilusión de ver abrir sus puertas a los habituales de las sesiones de 4.30 y 7.00 que Aleixandre ofrecía, como un señorial cine del extrarradio, con el programa doble de la película más sabia y trepidante de la literatura española contemporánea.

Año de centenarios y conmemoraciones. A Lorca le acompaña, en algunos casos con más predicamento que la grandeza de su obra, la popularidad de la tragedia. A Cernuda o Altolaguirre el deseo de retribuir un primer olvido y un amargo exilio. A Dámaso, académico, estudioso, el picante de saber que debía y que tuvo defectos tan abominables como la homofobia (a un discípulo muy predilecto le soltó en un congreso: «Me han dicho que eres maricón. Si es verdad, te veré poco»).

De Aleixandre se insiste en la largueza y la dulzura; un hombre, diríase, destinado a no hablar mal de nadie, a ser el amigo de todos, el báculo de las juventudes literariamente descarriadas. Qué va. La bondad, que es un límite si se manifiesta en el vacío de los sentimientos teóricos , no era el signo del a menudo ácido y oscuro autor de Espadas como labios . Aleixandre tuvo piedad , ese rasgo de entendimiento humano del que carecía -como le dice el Capitán al comienzo de la obra de Büchner- el infeliz soldado Wozzeck, quien por ello es incapaz de impedir su propio drama. Aplicada a un cráneo privilegiado (Carlos Bousoño contó hace unos días la curiosa anécdota del test de inteligencia que Luis Martín Santos insistió en realizarle a Aleixandre, con un resultado de altísimos coeficientes que al mismo novelista y psiquiatra le llamó la atención), hizo de él el autor con más vasto dominio intelectivo en la historia poética del corazón.

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