Matar para amarse
Los sucesos de niños asesinos, al estilo del acribillamiento en un colegio de Arkansas, ha dejado de ser novedad. Toda la sociedad norteamericana lo sabe. Y pronto lo sabrá, en directo, un montón de países más. Sería demasiado simple y tranquilizador atribuir la criminalidad en torno a los doce años a un virus que se desarrolla exclusivamente en tierras norteamericanas. La aclimatación de su cultura a casi cualquier zona asegura que el fenómeno se extenderá y que el virus, más que un problema de nacionalidad, es un asunto de socialidad. EnEstados Unidos, los especialistas ya hani aventurado una explicación interna: los adolescentes recurren a la violencia de una forma consciente (no como enajenados) en busca de ganar autoestima o defiender su identidad.
Estados Unidos es, por el momento, un paradigma de la criminalidad juvenil al punto de haberse creado, desde Los Ángeles a, Miami, unidades especiales de vigilancia, pero ¿cómo no aceptar que el fenómeno se ha metido en nuestras casas? En las ikastolas y otros centros de aprendizaje del euskera se han registrado repetidos casos en los que se había relacionado la identidad con la práctica del secuestro o la muerte del otro. Los niños aprenden pronto y más si se manipula su deseo de convertirse en superman.
La enseñanza media norteamericana no presenta la autoafirmación en términos violentos y, en su historia, ha sido una fuente decisiva de civismo, pero, en los años ochenta y noventa, a la decadencia del sistema escolar se ha sumado el auge de la violencia propagada por los media. El individualismo crece exasperadamente y la muerte del otro importa cada vez menos. El mismo Estado norteamericano da ejemplo multiplicando las penas de muerte y las ejecuciones. En ese ambiente, donde también el Estado busca su afirmación, los niños repiten lo que ven y lo que oyen. El número de asesinatos a cargo de menores de 18 años superó los 2.000 en 1994, el doble que 10 años antes; y la tendencia no se ha detenido en 1997. Actualmente, el retrato robot de la persona asesinada en Estados Unidos es un joven negro entre los 12 y los 15 años, siendo su asesino, en el 95% de los supuestos, otro adolescente negro. Entretanto, los hispanos pobres esstán siguiendo una trayectoria parecida.
Un estudio de 1992 sobre las escuelas de enseñanza media en la zona sur de Chicago establecía que un 47% de los estudiantes, entre los 12 y los 18 años, había tenido la experiencia de haber sido acuchillado; un 61% declaró haber presenciado un tiroteo, y un 45% había sido testigo de algún asesinato. Finalmente, un 25% poseía la vivencia de las tres cosas a la vez.
Cuando Clinton, desde África, manifestaba anteayer su conmoción por el suceso del pueblecito de Jonesboro, en su Estado natal, no estaba doliéndose de una noticia excepcional. En los últimos cinco meses se han repetido casos de ametrallamientos semejantes, y el mismo presidente, una semana antes de este viaje africano, había manifestado que la violencia juvenil era un problema nacional de primer orden.
Un problema y un síntoma decisivos. Si una sociedad se configura con valores morales de esta índole, ¿qué pueden valer la tasa de inflación, el nivel del Dow Jones o el benéfico porcentaje del déficit público? Al déficit de la calidad humana que genera el sistema, ¿cúantas toneladas de dólares dan compensación? Los norteamericanos son los primeros seres conscientes de esta corrosión interna, pero, más allá de la noticia fechada en Estados Unidos, más allá de las posibles atribuciones a las locuras de la condición norteamericana, el episodio dista de ser un expediente aislable. Por el contrario, la multiplicación de niños asesinos es una eficiente producción del sistema (económico, mediático, relacional) por todo el mundo, y conocida su eficiencia, o este artefacto se extingue o irá, como ahora, segando las vidas precisamente desde abajo
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