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Enseñar después de morir

En una entrevista concedida, en su madurez, a la televisión francesa, Maria Callas recibió con una sonrisa teñida de amargura la frase -"Y ahora tenemos que acabar, porque somos víctimas del horario", o una memez parecida- con que su untuoso interlocutor interrumpió sus apasionada exposición sobre el significado de la música y la precisión con que se enfrentaba a su trabajo. Aquel necio cambio a publicidad dejó la lección de la maestra, apenas iniciada, flotando en el aire.Ha tenido que morir Callas, ha tenido que transcurrir el tiempo -que sólo es enemigo de los mediocres- para que lo esencial de su arte, aquello que constituía su verdadera grandeza, se desprendiera de toda adherencia social, mundana o sensacionalista. Cualquiera que se acerque a la escena en donde hoy revive, cualquiera que la escuche con rigor, cualquiera que rastree los pedazos de su herencia, se verá recompensado por el descubrimiento reconfortante de sus enseñanzas, válidas no sólo para la música sino para cualquier actividad que tenga que ver con la creación, la interpretación, la profundidad.

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El discurso de Maria Callas guarda poca relación con la filosofía de estos años banales. Es el discurso del esfuerzo, de la sobriedad, de la pasión, del entusiasmo, de la inteligencia. De quien no persigue únicamente el triunfo y sabe que el más duro de los fracasos es aquel que uno mismo no puede perdonarse. Callas, que era una superdotada, no se conformó con explotar el don, sino que se exigió mucho más por ello. Su preferencia por el bel canto se debía, sobre todo, a su dificultad. Perseguía lo sublime, odiaba lo vulgar. Ésta fue otra de sus conquistas, más allá de su humana fragilidad, a la que tenía derecho.

Se equivocaba el comunicador francés. Ni siquiera la muerte pudo interrumpir la lección de Maria Callas.

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