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LA SEGUNDA TRANSICIÓN CHILENA

Maestro de la traición y el miedo

El general en quien Salvador Allende confió por su fidelidad al Gobierno democrático y que despúes supo cubrirse del manto de la inmisericordia y reinventar su biografía

Instalado en el sueño de los chilenos desde hace 25 años, Augusto Pinochet Ugarte, cumplidos ya los 82, se niega a esfumarse. Unos duermen con la sonrisa en los labios, sintiéndolo como un santo protector que clavó para ellos la rueda de la fortuna, derrotando al comunismo y consiguiendo la bonanza económica. La mayoría, en cambio, soporta una pesadilla de nunca acabar, cargada de sangre y dolor, que como todo delirio se vuelve kafkiano y, cuando ya parece terminar, resurge con un nuevo rostro.Obligado a dejar el bastón de mando del Ejército, hoy se convierte en senador vitalicio. En este último cuarto de siglo, ni la familia, ni el dinero, ni el amor han ocupado tanto espacio en la mente y el corazón de los chilenos como este ángel malo que supo oler el poder y no vaciló en optar por la traición.

A diferencia de los otros comandantes en jefe que ha tenido el Ejército chileno, el general Pinochet no tuvo una carrera brillante, fue siempre un oficial del montón sin mayor liderazgo. Campechano y socarrón, era el amigo simpático y divertido de su antecesor, el general Carlos Prats, asesinado en Buenos Aires por la DINA (la policía secreta de la dictadura), apenas un año después del golpe militar.

En medio de las convulsiones políticas del Gobierno socialista del ex presidente Salvador Allende, Pinochet aparecía siempre como uno de los militares más fieles al Gobierno constitucional. Cuando el general Prats decidió renunciar a la comandancia en jefe del Ejército para evitar una guerra civil, no dudó en recomendarlo para el cargo. Estaba convencido de que este hombre -"que tantas pruebas de lealtad me había dado"- sacaría del Ejército a los generales más conflictivos y ayudaría al presidente Allende a superar la crisis política.

Después de la renuncia de su marido, en medio del desaire de la familia militar, Sofía Prats (asesinada en Argentina junto a su marido) recibió en su casa la solidaridad de Lucía Pinochet. Dolida y emocionada, comentó: "Los Pinochet son los únicos realmente leales a nosotros".

Nadie dudaba de la fidelidad de Pinochet a los sectores democráticos. El 11 de septiembre de 1973, en medio de los bombardeos a su casa, la viuda del presidente Allende, Hortensia Bussi, se preguntaba angustiada: "¿Qué será de Augusto, dónde lo tendrán?" Instalado en los faldeos cordilleranos, en la Central de Telecomunicaciones de Peñalolén, un recinto militar alejado de la acción militar, el general Augusto Pinochet comandaba las tropas golpistas. La traición se había consumado.

Sin duda un acto temerario. Traicionar requiere de cierta audacia y coraje. Pero una vez cometida la felonía, el miedo se queda para siempre pegado a la piel. Ni el miedo ni la mala conciencia son buena compañía. Para evitarlos, Pinochet se colocó la dura coraza de la omnipotencia y el terror. Con la incondicionalidad de los conversos, mostró desde el primer día que sabía manejar el poder y, sobre todo, la fuerza. No hay militar ni político en la historia de Chile que haya sabido utilizar la fuerza con tanta frialdad, disciplina y maestría.

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Si bien se subió al carro de la victoria en el minuto final, supo aferrarse al timón con toda la energía de quien sabe que en ello le va la vida.

Cuando se le propuso que los jefes del Ejército, la Marina y la Aviación fueran al palacio de La Moneda (sede del poder Ejecutivo) a pedirle la rendición al presidente Allende, Pinochet respondió a gritos: "Este gallo es chueco. ¡Es al revés la cosa! ¡Si él quiere va al Ministerio de Defensa a entregarse!" El suicidio de Allende no suavizó su nuevo carácter: "Que lo metan en un cajón y lo embarquen en un avión viejo junto con su familia. Que el entierro lo hagan en otra parte, en Cuba. ¡Si éste, hasta para morir hace problemas!"

No conoce de compasión. Un sentimiento que quizá puede confundirse con debilidad, y de allí a la vulnerabilidad hay sólo un paso.

No ha tenido ni el más mínimo desliz en este terreno. Ni un atisbo de misericordia ante los más horrendos crímenes cometidos durante su dictadura, cuando -como él decía- no se movía ni una hoja sin que él lo supiera.

Por el contrario, es capaz de ironizar ante las situaciones más dramáticas y conmovedoras. En plena transición a la democracia, ante el hallazgo de algunos cuerpos de detenidos-desaparecidos amontonados en una misma tumba, comentó a la prensa: "¡Qué economía más grande!"

El ex presidente Patricio Aylwin pidió perdón al país y lloró ante las cámaras de televisión al dar a conocer el llamado Informe Rettig, donde quedó establecida la verdad de los crímenes de la dictadura. Con su vozarrón enérgico, Pinochet respondió que la investigación no tenía validez histórica ni jurídica.

Con acentuado sentido de la historia, el general rehizo su pasado. En sus memorias y entrevistas, fue el sagaz organizador del golpe militar sin que nadie se percatara de ello, su anticomunismo data prácticamente de su nacimiento y hasta las acciones más insignificantes de su vida calzan hoy en la biografía de este hombre que cambió a Chile y se alzó como un protagonista de nivel internacional.

Astuto como el que más, Pinochet se deshizo de todo aquel que pudiera hacerle sombra, o ponerlo en peligro. "Es perversamente astuto", decía el general Prats en Buenos Aires poco antes de ser asesinado.

En menos de un año, los verdaderos ideólogos y organizadores del golpe militar ya estaban fuera del Ejército. Sólo quedó en servicio activo el general Óscar Bonilla nombrado Ministro del Interior. Militar de gran carisma, conquistó a poco andar la adhesión de los sectores populares que lo bautizaron como "el general de los pobres". A los pocos meses, murió en un inexplicable accidente de aviación.

En 25 años ningún general ha levantado cabeza más allá de lo permitido por él. Mientras estuvo en la presidencia, tampoco hubo un ministro que lograra destacar por mucho tiempo. Conocedor del viejo truco, dividir para reinar, lo practicó sin cesar entre sus colaboradores.

Incluso los llamados Chicago Boys, que hoy le permiten ostentar los triunfos económicos del neoliberalismo, tuvieron que competir durante años con grupos más estatistas a los que el general mantenía vigentes. Lo mismo en política, donde duros y blandos rivalizaban por el favor presidencial.

Más que un gran estratega con un objetivo claro, Pinochet es un buen táctico, que intuye la movida precisa para mantener su poder. Juega a dos y tres bandas y, cuando es necesario, hace la carambola adecuada.

Como aquellos demonios de primera clase, es un gran seductor. Magnético, hipnotizador, envolvente. Y no sólo para sus partidarios que le profesan verdadera pasión. Los años de transición han servido para mostrar que puede capturar en sus redes a sus más acérrimos enemigos.

Cuando en 1990, después de entregar la presidencia, parececía caído y desprovisto de poder, le bastó una visita al Parlamento para recuperar el protagonismo que parecía evaporarse. El entonces presidente del Senado, Gabriel Valdés, hombre culto y refinado, ex canciller y uno de los principales dirigentes de la rebelión contra la dictadura, lo recibió con su mejor sonrisa y se permitió bromear con él como con un viejo conocido. El diputado Rodolfo Seguel, el valiente líder sindical que dirigió las grandes manifestaciones populares contra Pinochet, aquel día se dio de codazos con sus colegas para acercarse al general y fotografiarse con él.

Nunca aprendió a ser un buen orador, pero sí a manejar el suspenso de sus frases a medias y mal moduladas. Tal como en privado sabe utilizar sus silencios. Su expresividad no está en la palabra sino en sus famosos ojos azules, que a los 82 años han perdido brillo, dejando en evidencia el paso del tiempo.

Ayer, por primera vez, al dejar el Ejército se le vio llorar, especialmente al referirse a su mujer, la poderosa Lucía Pinochet. La única capaz de hacerle cambiar una opinión ya tomada, la que incluso le hizo olvidar su estilo espartano, llevándolo a construir una casa de 6.000 metros cuadrados para la cual importó mármol de Europa, pero que jamás llegaron a usar por el escándalo provocado en la opinión pública.

Dejó el Ejército en gloria y majestad. Pero seguramente la traición original sigue penando. En cada crisis de su Gobierno, el grito de ¡traición! se oyó como un trueno. La sentencia cayó como una guillotina sobre el ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, que en 1978 quiso apurar el paso hacia la democracia. Sobre el ex canciller Hernán Cubillos, cuando en 1978 el general Augusto Pinochet partió en viaje oficial a Filipinas y la visita fue cancelada durante el vuelo. Y, finalmente, sobre su Gabinete completo cuando en 1988 perdió el plebiscito que le permitiría seguir en el poder: "¡Aquí hay puros traidores!", sancionó mientras recibía los resultados de la consulta popular.

No debe ser fácil sacarse la coraza del uniforme. Quizás el miedo se siente más vivo. Quizás se recuerda con temblor que los últimos dos comandantes en jefe del Ejército chileno murieron brutalmente asesinados. El general hizo lo posible por dejar cerrado el camino de la traición. El viernes pasado, todos los generales, incluyendo su sucesor, el general Ricardo Izurieta, lo nombraron comandante en jefe benemérito y le prometieron protección eterna.

Desde el Senado, desde su escaño vitalicio, Augusto Pinochet sigue invadiendo el sueño de los chilenos.

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