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Repartir los beneficios de la euforia

Joaquín Estefanía

Repartir es un verbo que no conjuga bien en estos momentos en los que lo políticamente correcto es acumular. Los ideólogos del pensamiento único no quieren ni oír hablar de ello. Y sin embargo, repartir los efectos del crecimiento económico es el debate que llega del mundo desarrollado. También a España.Es incuestionable que vivimos una coyuntura de euforia en EE UU y en la UE; ni siquiera la crisis de los tigres asiáticos ha afectado, de manera significativa, al crecimiento. La pasada semana, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, pedía prudencia y hacía una advertencia sobre la euforia financiera, pero en esta ocasión ha pasado más inadvertida que en las anteriores. Apenas hace un año, en la UE se debatía sobre la Europa de dos velocidades y las incertidumbres sobre el euro eran muy amplias; hoy, casi la totalidad de los Gobiernos de los países que la componen tienen mayores márgenes de maniobra para aplicar unas políticas económicas más alegres, toda vez que -con contabilidad creativa o sin ella- han aprobado el examen de la convergencia.

¿Qué se va a hacer con esos márgenes de maniobra macroeconómicos? Fundamentalmente hay tres opciones: ampliar los gastos de cobertura social para los que se han quedado fuera de la estampida (los excluidos); perseverar en el ajuste, hasta conseguir presupuestos equilibrados o con superávit; o bajar los impuestos y las cotizaciones sociales, para generar mayores beneficios en las empresas, más capacidad adquisitiva en los ciudadanos y, a través de ello (lo que no siempre es mecánico), ampliar el consumo, la inversión y el bienestar.

El debate sobre el reparto del crecimiento ya ha empezado en algunos países. En EE UU, Clinton ha presentado un presupuesto con superávit (más ingresos que gastos) a partir de 1999, y ha declarado que utilizará los excedentes para salvar a la Seguridad Social y en nuevas partidas sociales para niños y ancianos. Sin volver, en caso alguno, a las reaganomies y a la falsa curva de Laffer: "Nos gastamos el dinero, multiplicamos por cuatro la deuda, hicimos subir los tipos de interés y arrastramos al país a un agujero del que ahora estamos saliendo a duras penas".

En Francia, la polémica también ha arraigado a pesar del escaso interés de Jospin (todavía no recuperado del esfuerzo de la convergencia) por promoverla. La confrontación entre los partidarios de más gasto público y menos impuestos no se da tan sólo entre los bloques ideológicos, sino que divide trasversalmente al país. Hay socialistas, como Fabius, que defienden la reducción de los gravámenes; y hay socialistas, como Martine Aubry, que han hecho del final de la exclusión social "la prioridad de las prioridades" y acaban de presentar un plan trienal contra esa plaga (cobertura sanitaria universal, derecho a una vivienda para todos los ciudadanos, reducción del empleo juvenil), cuyo coste supera el billón de pesetas. No hay que olvidar que el presidente Chirac y el ex primer ministro Juppé, representantes de la derecha, se presentaron a las elecciones con el lema de acabar con la fractura social.

¿Y España, con un crecimiento del 3,4% y un déficit público oficial de tan sólo el 2,6%? Los ruidos de la propaganda impiden escuchar mensajes claros. Hace unas semanas, a la salida de una reunión del equipo económico con el presidente del Gobierno, el vicepresidente Rato afirmó que la prioridad absoluta seguía siendo reducir el déficit público. Pero al mismo tiempo, en su departamento se multiplican ad infinitum las apariciones públicas para anunciar una reforma impositiva sobre la que todo el mundo coincide (es la única unanimidad) que reducirá los ingresos públicos. En paralelo, el ministro de Trabajo replica una y otra vez un plan sobre el empleo. ¿Será nuestro país capaz de alterar el peso de la ciencia y hacer las tres cosas a la vez?

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