La bestia
El pasado 27 de enero, a primera hora de la mañana, un hombre paseaba en círculos por el centro de Madrid: de Fernando VI a Génova, por Argensola. De Génova a Bárbara de Braganza, por Marqués de la Ensenada. A mano derecha después, hasta la plaza de las Salesas, Argensola, Génova de nuevo, y vuelta a empezar. Era un hombre muy viejo, rubio, delgado, y su abrigo sin cerrar dejaba al descubierto unas piernas flacas y levemente arqueadas. Manos en los bolsillos, el hombre entró en una cafetería y pidió un café y un zumo de naranja. Tenía un acento extraño, culto, suramericano sin duda, aunque con un peculiar deje francés al redondear las palabras. Apuró despacio su café y luego dejó una moneda de 500 en el mostrador sin haber tocado el zumo. Con tanto trasiego, el camarero no oyó su despedida, y unos segundos después ya nadie recordaba al hombre delgado. Se trataba, sin embargo, de un personaje notable y repleto de recuerdos desgraciados. Había estado ya antes en Madrid, durante unas vacaciones en los años cincuenta, pero aquel viaje quedaba bien lejos y de él sólo retenía una imagen concreta: un banco en el paseo del Prado, en junio, al caer la tarde, en compañía de alguien muy querido. Precioso recuerdo, inviolable en la memoria, que se fue disipando en el aire y desapareció finalmente cuando el paseante llego a la calle de García Gutiérrez y vio un edificio lleno de policías. Entró, pasó por el detector de metales, presentó su documentación y luego le indicaron un ascensor a punto de partir. "Por los pelos", le dijo un hombre de buen humor, con 10 ó 12 carpetas en los brazos; y él respondió, con una sonrisa. Ya arriba, fue conducido hasta un despacho amplio y bien iluminado, donde le esperaba un hombre de mediana edad que se levantó y le dio la mano en silencio. Se miraron con deferencia: no se conocían, pero tenían noticia el uno del otro.El visitante se quitó el abrigo, se sentó y, al recoger las piernas, sintió una punzada en el pecho. Estaba enfermo, de gravedad, casi definitivamente (algo que sólo sabían su médico y tres personas más en el mundo), aunque a su edad, 77 años, lo sorprendente hubiera sido otra cosa. Sin reparar en el percance, su anfitrión le ofreció algo de beber, un té, un café, un vaso de agua, pero el viejo negó con la cabeza y cruzó los brazos sobre la mesa. Había llegado el momento de hablar, y hablaron sin prisa: sobre un hecho ocurrido 25 años atrás en un país largo y fino, pegado al océano Pacífico, con desiertos y nieves perpetuas. Se referían, en concreto, y sin citar su nombre, a una bestia surgida del infierno un 11 de septiembre, de malicia singular, y también a otros demonios menores que obedecieron con entusiasmo las consignas de su jefe e infligieron larga agonía a sus víctimas. De repente, nos enteramos de algo inesperado: el viejo es un general chileno, exiliado en Bélgica, y en ese momento explica con detalle cómo fue detenido y torturado durante dos meses a manos de sus propios hombres. Por negarse a participar en el destrozo. Su interlocutor le escucha, inquieto, le sabe un hombre de honor, y duda a la hora de dirigirle otras preguntas que acaso lesionen su integridad. Pero no está en su mano evitarlo: es un juez, y necesita el testimonio. El viejo responde con claridad, cuida el lenguaje y cada dos o tres minutos siente una nueva punzada en el pecho. A fin de cuentas, no es una conversación alegre, ni por el contenido, ni por los resultados que se esperan de ella: ambos saben, de corazón, que nunca se castigará a la bestia.
Una, hora más tarde, el visitante se levantó y se despidió del juez: no volverían a verse, casi seguro, y el apretón de manos así lo significaba. Fuera, seguía haciendo frío, no subía la neblina, y el viejo, sin otra cosa que hacer, se dirigió al Paseo del Prado. Habían pasado más de 40 años, no era junio, se sentía solo y vencido por los recuerdos, pero quería sentarse en un banco y despedirse allí de Madrid.
Así trabajan las bestias: Augusto Pinochet, por ejemplo. Un excremento mundano, un desperdicio en sí mismo, una mierda, realmente; aunque muy bien dotado, eso sí, para herir a la gente y llevarse por delante las mejores vidas. Que el cielo le confunda.
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