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Integrismo

La diputada y concejal independentista Pilar Rahola ha intentado que el Ayuntamiento de Barcelona revoque la decisión del jurado que había otorgado el Premio Ciutat de Barcelona de las Letras al periodista Arcadi Espada, porque éste cuestionaba en la obra premiada una determinada concepción esencialista y metafísica de Cataluña. El Ayuntamiento, con buen criterio, incluido el de los representantes de Convergència, dio en su momento un quiebro a la cuestión y respetó la decisión del jurado. Eso no obstante, Pilar Rahola ha contado con el apoyo de cierta asociación fundamentalista -no hay otro calificativo- que siempre está a la que salta y que, naturalmente, ha saltado con motivo del premio, que ha entendido como un ataque a la Cataluña eterna.Lo que más inquieta de todo esto es cómo, en nombre de algunas creencias, se hace tabla rasa de la soberanía de un jurado y de la libertad de expresión y el derecho a la discrepancia. Inquieta por el descaro con que el integrismo (no hay otra palabra para estas actitudes) se manifiesta. Un descaro que se suma a otros síntomas alarmantes, como el creciente racismo y adhesión de algunos sectores juveniles a la pena de muerte. Cuando se dice que la democracia en España está consolidada, se dice una verdad a medias. Esa consolidación existe, pero es política, más que existencial y social. La distinción dista de ser baladí. Lo político no es, en definitiva, sino una superestructura de realidades más profundas. Si estas realidades quiebran o son débiles, la democracia corre serios riesgos de supervivencia. Seguramente no estamos todavía en eso, pero es evidente que ahora se dicen y se hacen cosas que hace años hubieran sido impensables.

No sé si estamos pagando el excesivo temor a toda suerte de formación doctrinal en la democracia que se ha instalado en los medios de comunicación audiovisuales, sobre todo en los públicos -pienso en la televisión- y en el mismo sistema educativo. Años y años de impío silencio sobre el franquismo; años y años de admiración por banqueros que desconocían la ética de los negocios; años, cada vez más años, de exaltación de 22 jugadores con una pelota, cuyas actuaciones y declaraciones y efusiones se presentan como valores absolutos durante las 24 horas del día, y años ya en que las cortesanas de toda la vida y los conquistadores profesionales de todos los tiempos ven divulgados, incluso por las televisiones públicas, sus viajes cosmopolitas, sus lances horizontales y sus besos de tornillo.

En absoluto se trata de que nos volvamos todos puritanos o aburridísimos, pero sí de que exista la clara conciencia de qué es y a qué obliga ser un ciudadano respetuoso con los valores de la Constitución. Porque la verdad es que apenas si rebasamos las enfáticas exaltaciones de la democracia, sobre todo cuando se producen los atentados terroristas; pero no sembramos día a día las diferentes semillas de la libertad explicando, con claridad y precisión, en qué consiste ser libres. Con excesiva frecuencia partimos de la democracia como algo dado, no como algo que tenemos que darnos de manera cotidiana, continuada, obstinada:

Es evidente que, si somos demócratas, las decisiones de un jurado integrado por personas honorables deben ser aceptadas, aunque puedan ser discutibles. Pilar Rahola y quienes la apoyan tienen todo el derecho a disentir del jurado que ha concedido el Premio Ciutat de Barcelona de las Letras. Lo que no pueden es tratar de invalidar sus decisiones. Eso es, como mínimo, autoritarismo. La autoridad en democracia es siempre consecuencia del consenso, nunca de imposición. Lo dicho para Pilar Rahola vale también para los voceros del españolismo y del derechismo cavernario que hacen chacota de quienes no piensan como ellos -y hacen bien, por que ellos no piensan: embisten- y arremeten contra valores y personas sin que pase nada. Ni hay Cataluña eterna, ni hay España eterna, ni hay nada eterno sobre la Tierra. La democracia es, también, el ámbito del tiempo limitado de los hombres. El tiempo de la razón.

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