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Tribuna
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La palabra

La palabra no es en el cine un palabreo, una cháchara adosada a imágenes en movimiento. Es una zona interior, indisociable de ellas. Es imagen.Un cronista de películas metido dentro del torbellino de idiomas de los festivales internacionales de cine necesita autoeducar su mirada y su oído en la recepción acompasada de dos fuentes en movimiento: el de la zona visual en la pantalla y el de la zona hablada en un auricular de traducción simultánea. Si no logra sincronizarlas interiormente, dar a una y a otra fuente de la imagen la misma velocidad de desciframiento, se pierde en un desdoblamiento que obstaculiza grave, irreparablemente la inteligibilidad de lo que está contemplando. De ahí la importancia que para el cronista tiene que le traduzcan la película en su propio idioma, o en otro que no siendo el suyo sepa convertir en propio instantáneamente, sin hacer pasar lo que oye por un tamiz o un frenazo memorístico y reflexivo, pues mientras tal tamiz filtra las palabras o tal frenazo ocurre, el ritmo interior de la secuencia -que es la clave de captura de la solvencia del lenguaje de una película- se ha escapado de los ojos y no tiene manera de recuperarlo.

Más información
El idioma español, expulsado de la Berlinale

Agresión

La repentina supresión en la Berlinale del año pasado del idioma español -como antes del italiano y del ruso- de los equipos de traducción simultánea dejó a decenas de cronistas a merced de su velocidad de traducción interior de otros idiomas. Unos, ante el obstáculo -que fue calificado en el centro de prensa de provisional- acudieron a la lengua francesa y otros a la inglesa como recambios pasajeros, en espera del arreglo de un entuerto originado por el pequeño ahorro presupuestario que supone el salario de un traductor durante 12 días. Pero la agresión no sólo no se remedió el año pasado, sino que persiste este año, y aquí sigue con toda la pinta de convertirse en un retroceso definitivo, en un hecho consumado.Lo que el año pasado se silenció, para no dar volumen denoticia a una simple queja deperiodistas ante una dificultad añadida a su trabajo, que es un gaje del oficio que hay que tragarse procurando remediarlo pero sin rechistar, comienza a adquirir rasgos y a parecerse de forma inquietante a otra cosa de otro, muy distinto, signo, éste sí noticiable: que un ridículo pretexto de libro de cuentas con no más de cinco cifras puede ser convertido, con la indiferencia de un plumazo burocrático de la mentalidad que domina las cúpulas de este festival, en un pretexto de manual de segregación cultural o, con un giro endurecedor, de agresión a una cultura en la arteria yugular de su idioma, de su palabra.

Este viejo cronista vivió una vez la pequeña y gloriosa Berlinale creada por Alfred Bauer y guarda entre sus recuerdos cordiales imborrables el aire libre que él, procedente de la España fascista, respiró en aquel maravilloso foco de contagio ilimitado de arte, de convivencia y de libertad. Una vez, en la proyección de un filme alemán que no hubo tiempo de subtitular, alguien de la organización enroló a unos cuantos estudiantes berlineses de idiomas y los repartió en la pequeña sala para que tradujeran de viva voz los diálogos a los espectadores y cinéfilos peregrinos de otros países de Europa. Se nos pidió que nos dividiéramos en grupos idiomáticos, y fuimos cuatro españoles y dos argentinos los que nos sentamos alrededor de una muchacha berlinesa que nos fue susurrando amistosamente la más generosa y bella traducción de cine a que he asistido, y he asistido a miles. Pero aquél era otro tiempo, y me temo que aquélla era también otra, muy distinta de ésta, Berlinale. Pero la palabra sigue siendo la misma.

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