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No queremos bendiciones

"Que Dios bendiga a Karla Tucker", dijo el gobernador de Tejas al anunciar su decisión de no indultarla. Estos conservadores americanos no se quedan tranquilos si no invocan a Dios, aunque sea antes de enviarle a uno a la muerte. Tales bendiciones son repugnantes y debemos detestarlas, pero no conviene engañarse: más allá del gravísimo problema de la vigencia de la barbarie que implica la persistencia de la pena capital en la primera potencia de Occidente, el hecho es que la invocación religiosa del gobernador de Tejas puede extenderse a otros múltiples aspectos de la libertad humana, o de su carencia. Acabamos de verlo en España con motivo de la muerte de Ramón Sampedro, que ha desatado incluso pesquisas judiciales. El admirable tetrapléjico -su testamento me da derecho a llamarle así- no tenía derecho, según la ley, a una muerte digna; pero treinta años atrás, antes del advenimiento de la democracia, podía haber tenido derecho a una muerte rabiosamente indigna como es el asesinato legal, que el franquismo practicó batiendo todas las marcas conocidas en Occidente durante este siglo, exceptuadas las alcanzadas por los nazis.Mientras tanto, el Gobierno español acaba de indultar a varios médicos abortistas; no se atreve, pues, a ser consecuente con sus principios y mantenerlos en prisión el tiempo legalmente establecido. Algo similar a lo que pasa con la pena de muerte, que sigue ejecutándose dentro de las prisiones; para ser congruentes, sus defensores debían exigir que las ejecuciones volvieran a ser públicas. En Estados Unidos se ha propuesto incluso que se televisen y no veo por qué sus defensores han de rasgarse las vestiduras. Si esa pena es ejemplar, como proclaman ellos (aunque sea falso), debe serlo a todos los efectos, incluyendo la visión del terror de las víctimas y las contracciones de los miembros separados (o martirizados) que tanto obsesionaron a Albert Camus.

El indulto de los médicos abortistas es mala conciencia y puro paternalismo. Lo practicaron los Gobiernos socialistas y sigue practicándolo el del PP. Lo verdaderamente congruente es el derecho al aborto libre en los plazos que la medicina ha establecido científicamente; el derecho, que no es lo mismo que el deber, como creen los antiabortistas acérrimos. Antiabortistas que siempre esgrimen el curioso argumento de que los enemigos de la pena de muerte debieran estar en contra del derecho al aborto. Argumentación falsamente simétrica, porque la pena de muerte se ejecuta en un ser humano, en una persona, y el aborto se efectúa en un embrión; la pena de muerte, además, se impone y el aborto se elige (cuando y donde es posible hacerlo). "No se puede legitimar la muerte de un inocente", clamó Karol Wojtyla en España en 1992; luego -como alguien comentó- sí se puede legitimar la del culpable. El Vaticano, bien gobernado en esto por el contundente Ratzinger, todavía no ha rechazado de manera absoluta la última pena.

La legitimación de la pena capital alienta el fondo de todos los discursos antiabortistas, que son asimismo enemigos de la eutanasia activa. Es fantástico, y pido perdón por el lato uso del adjetivo: están a favor de la pena de muerte pero en contra de que un enfermo deje de sufrir y ponga término a su sufrimiento con el concurso de otros. La muerte es también propiedad de muchos dirigentes de este mundo. En el fondo, de lo que se trata es de no respetar la autonomía del hombre respecto a otros poderes superiores, sean éstos de raíz divina o humana. Disyunción, por lo demás, seguramente falsa, porque lo divino es siempre lo extrahumano, aunque opere por delegación.

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A la vida tiene derecho el embrión, no la persona; pero la persona sí tiene el derecho -y casi el deber- de morir indignamente, si así le vienen las cosas. El suicida sigue siendo considerado una especie rara y peligrosa cuando lo que hace es llevar la libertad humana hasta sus últimas consecuencias. El único problema filosófico verdadero es el del suicidio, dijo Albert Camus, pues, en efecto, el suicida piensa en cierto momento que la vida no merece la pena ser vivida y responde así al sinsentido del mundo. Existen, desde luego, otras respuestas, que son igualmente válidas; igualmente, no más.

Por su parte, los abortistas (ellas y ellos) siguen estando perseguidos en muchas partes del mundo: en Estados Unidos se ha llegado a asaltar clínicas donde se practican abortos. Nadie se preocupa de lo que ocurrirá cuando el niño nazca: si tendrá alimentación adecuada, educación, afecto, etcétera. Todo eso queda para el embrión. Y la Iglesia continúa enarbolando su bandera de desolación contra el control de la natalidad, sin preocuparle en absoluto la verdadera suerte de los millones de nacidos que van a venir a sufrir a este mundo. Es, eso sí, coherente con sus principios, porque sabe que el control de la natalidad es un instrumento de la razón humana contra el descontrol de la naturaleza. La Iglesia está en este caso a su favor, pero, en cambio, no renuncia al control del erotismo: de ahí su oposición a los derechos de los homosexuales, pues rechaza la esterilidad de tales relaciones, que no entra en los planes divinos. La Inquisición -conviene recordarlo- castigaba con la hoguera al hombre y mujer que practicaran el coito homoerótico.

Eutanasia activa, suicidio, abolición de la pena de muerte, control de la natalidad y erotismo libre tejen un haz de cuestiones profundamente enlazadas que deben inscribirse en el cuadro más amplio de la lucha por los derechos humanos. Morir dignamente, morir cuando se desea porque así se ha decidido, no tener hijos indeseados, impedir el asesinato legal y amar libremente son objetivos esenciales para fundamentar una sociedad mínimamente libre. Aunque en España, por fortuna, seamos más libres que en e prospero Estado de Tejas.

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