En torno al pensamiento único
La lectura del reciente y muy interesante libro de Joaquín Estefanía, que es un alegato ardiente y polifacético contra lo que se ha dado en llamar "pensamiento único" o, lo que es lo mismo, la creciente posición dominante del credo liberal en la política en general, y del paradigma neomonetarista en la actual política económica en particular, me ha dado pie a las reflexiones siguientes.Es verdad que el neomonetarismo o nuevo clasicismo, como se prefiera llamar, se viene imponiendo desde la segunda mitad de los años setenta al igual que, anteriormente, el paradigma keynesiano pasó a ser dominante tras la Gran Depresión. Cada uno de ellos se ha ido imponiendo por la falta de respuesta del anterior a los problemas de la economía en cada momento y por la mera constatación de sus fallos. No se sustituyen por una "conspiración ideológica", determinada a priori, sino, simplemente, porque no responden adecuadamente a las expectativas de los ciudadanos ni a los nuevos problemas que surgen o que ellos mismos generan al ser aplicados. En ningún caso se puede hablar de que ambos paradigmas hayan sido o sean "pensamiento único", de hecho "pensamiento único" es una "contradicción en términos". Por definición, el pensamiento nunca puede ser único, hay tantos como personas hay en la tierra con ideas propias. Otra cosa es que determinadas formas de analizar la realidad económica y de tratarla tengan una mayor vigencia y aceptación que otras o lleguen a ser dominantes, durante un periodo de tiempo determinado. El pensamiento político-económico ha ido evolucionando de acuerdo con la realidad política y económica de cada momento, de ahí los "flujos y reflujos" del Estado y de la sociedad civil a lo largo de este último siglo como acertadamente ha señalado Víctor Pérez Díaz.
Keynes ha sido, sin duda alguna, el economista más importante e influyente de este siglo y ha jugado un papel fundamental en la defensa del capitalismo en sus momentos más difíciles con posterioridad a la I Guerra Mundial,. ya que demostró que, con una adecuada intervención del Estado, se podría alcanzar pleno empleo y mayor bienestar para todos y reconciliar así democracia con capitalismo. Él ha sido el padre de la macroeconomía moderna y, junto con Lord Beveridge, el creador intelectual del Estado del bienestar. Sin embargo, la larga vigencia de su pensamiento ha ido perdiendo adeptos, al menos por ahora.
La primera crisis del pensamiento keynesiano se produjo con la aparición de la estanflación a mitad de los años setenta, tras la primera crisis energética. De acuerdo con los keynesianos, y simplificando mucho, hay estancamiento cuando la demanda agregada y el crecimiento son débiles y hay inflación y menos desempleo cuando la demanda y el crecimiento son fuertes. Es decir, en principio no podían explicar que las dos cosas sucediesen a la vez. De ahí que empezase a pensarse, de nuevo, en la importancia de la oferta neoclásica y de su relación con la demanda en los modelos macroeconómicos. Si la oferta de bienes y servicios es insuficiente y/o excesivamente rígida (en este caso por un shock extemo) para satisfacer la demanda, habrá aumento de precios y, al mismo tiempo, una caída de la renta real y un mayor paro.
La estanflación dio origen a una interpretación neomonetarista basada en la introducción de las expectativas racionales en los modelos macroeconómicos (la llamada "crítica de Lucas" debida a Robert Lucas, Thomas Sargent y Robert Barro) y, en consecuencia, a una prescripción de política económica (la "credibilidad" de Sargent y las "reglas frente a la discrecionalidad" de Finn KydIand, y Edw'ard Prescott). La primera se basaba en la creciente inmunización de los agentes económicos racionales (que miran hacia el futuro y no al pasado) frente a las expansiones inflacionistas de la demanda interna, a través de la indiciación. de sus contratos y salarios. La política económica keynesiana sólo podía actuar "por sorpresa" y, además, fuera de las mínimas reglas de transparencia que exigen las sociedades democráticas. Pero, incluso cuando se conseguía sorprender a los agentes con una expansión de la demanda inducida desde el Gobierno, su impacto era cada vez más efímero, ya que los agentes se protegían, de inmediato, de cualquier ilusión monetaria.
En consecuencia, si los ciudadanos adivinan de antemano la intención del. Gobierno o reaccionan cada vez con mayor rapidez ante cualquier expectativa de cambio de la política económica del Gobierno, haciendo ineficaces las medidas gubenamentales, incluso antes de ser tomadas, la mejor receta de política económica neomonetarista es establecer, a largo plazo, reglas claras y transparentes para la acción del Gobierno y evitar incumplirlas. La única forma de reducir la inflación con el mínimo coste es conseguir credibilidad por parte de los Gobiernos, con una política clara, previsible y no discriminatoria. Posteriormente, los economistas neokeynesianos han introducido las expectativas racionales en sus modelos y han contraatacado la "crítica de Lucas" (Stanley Fischer y John Taylor).
La segunda crisis del keynesianismo ha venido con la etapa de menor crecimiento y altos tipos de interés que han caracterizado los años ochenta y principios de los noventa.
En primer lugar, la evidencia histórico-empírica ha empezado a demostrar que, al contrario de lo que los keynesianos pensaban, el welfare state fue más bien el resultado de una era de mayor crecimiento y no el mayor crecimiento una consecuencia del Estado del bienestar. El gasto público en los países industrializados representaba sólo el 10% al principio del siglo, llegando al 20% después de la I Guerra Mundial, superando el 30% después de la II Guerra Mundial, alcanzando el 40% en 1970 y más del 45% al final de los ochenta, y el gasto social, o Estado del bienestar, se duplicó entre 1900 y 1938 y volvió a duplicarse entre 1938 y 1980. Es decir, el gasto público no social se ha desarrollado, en parte, por las dos guerras mundiales, que incrementaron la presencia del Estado en las economías y el gasto social ha ido aumentando, gradualmente, empujado por las necesidades y demandas de los ciudadanos más que por los programas de los Gobiernos. No hay duda de que el keynesianismo ha ayudado intelectual y políticamente a su crecimiento y a su aceptación, pero, en general, las demandas han supérando siempre a los programas de Gobierno.
En segundo lugar, el menor crecimiento y el mayor gasto público han provocado una explosión de la deuda de los países industrializados y una fuerte restricción presupuestaria debido a su elevada carga de intereses, que ha hecho que los presupuestos no hayan podido jugar el papel expansivo en periodos de recesión o de bajo crecimiento o, a sensu contrario, el papel contractivo en periodos de mayor crecimiento, que el keynesianismo predicaba.
Esta "crisis de la Hacienda pública" hace que hoy se tienda a realizar un "arbitraje" entre unos gastos y otros y que se busque, lógicamente, una mayor eficiencia en el gasto público y una reducción generalizada del mismo para superar la fuerte restricción fiscal que -impera en la mayor parte de los países industrializados. De ahí que haya surgido con mayor fuerza y aceptación el paradigma neomonetarista, que busca conseguir mayor estabilidad macroeconómica, introducir reglas estrictas y claras a la acción de Gobierno y reducir el gasto público menos productivo e innecesario allí donde duplica la actividad del sector privado. Ésta es, exactamente, la política que se está desarrollando hoy en la Unión Europea, a través de las privatizaciones, de la creación de un Banco Central Europeo independiente y del llamado Pacto de Estabilidad Fiscal.
Es decir, estamos en una era en la que el keynesianismo se ha mostrado relativamente menos apto para explicar y resolver los problemas experimentados por una etapa de menor crecimiento, de ahí que se haya ido imponiendo el paradigma neomonetarista que está aportando soluciones, por el momento más adecuadas,. a la inflación y a la crisis de la Hacienda pública y que están consiguiendo dar una mayor credibilidad a la política económica de los Gobiernos, lo que, a su vez, está permitiendo una mayor estabilidad monetaria y una mayor reducción de los tipos de interés y de la carga de la deuda pública.
Por último, no se puede tampoco decir que un determinado paradigina político económico se ha impuesto de tal manera que se aplica, en general, en todos los países industrializados. En realidad, los procesos son lentos y graduales, con excepciones, con idas y venidas y con transiciones largas. El neomonetarismo lleva ya casi dos décadas de lenta y creciente aceptación, pero está muy lejos de aplicarse de forma profunda en ningún país. De ahí que no se pueda hablar, ni ahora con el neomonetarismo ni antes con el keynesianismo, de "pensamiento único".
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