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De gorilas y otros animales

Primero fue el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, quien (ante las denuncias contra las dictaduras de Argentina y Chile por los crímenes en masa cometidos por ellas y a propósito de la consideración jurídica que permite, o no, instruirles juicio en España), en una nota entregada a la Junta de Fiscales, escribió que inicialmente las juntas militares «no pretendían sino la sustitución temporal del orden constitucional establecido» con el fin de «subsanar las insuficiencias» del Estado democrático para «mantener la paz pública».Luego, para arreglarlo, Jesús Cardenal, fiscal general del Estado, en un alarde de confusión mental interesada, argumentó que en Argentina el Ejército intervino por orden de la presidenta María Estela de Perón. Olvidando, por ejemplo, que los golpistas habían desalojado a ésta de la Casa Rosada, deteniéndola y manteniéndola en arresto domiciliario.

Poco después habló Manuel Fraga para defender a estos fiscales, justificando los golpes de Estado con el peregrino argumento según el cual tanto en Chile como en Argentina se vivía una guerra civil larvada. Iniciada, claro está, por los «izquierdistas».

Para acabar de rematar la jugada, Álvarez Cascos, arropado según suele por el coro sindical, dijo en la COPE que Fungairiño era atacado «por los que en el plano judicial buscan eludir sus responsabilidades. El Gobierno no caerá en la trampa», añadió, «de esta guerra de descalificaciones, porque los políticos no deben interferir en la actividad de jueces y fiscales por muy insistentes que sean los intentos del PSOE de politizar la Audiencia Nacional». Una actitud que, como es costumbre en este hombre, ilustra aquel proverbio chino que reza: «Cuando alguien señala la luna, sólo los necios miran el dedo».

En Chile y Argentina, los crímenes cometidos por las juntas militares respondieron a planes preconcebidos y perpetrados sistemáticamente bajo las órdenes de los mismos gorilas que dieron los golpes de Estado, adueñándose del poder mediante la fuerza y enterrando el orden constitucional. En Chile, además, no existía ningún grupo armado de tipo foquista o guerrilla urbana, como sí los había en Argentina (montoneros, ERP) o Uruguay (tupamaros). A éstos se opusieron violentamente grupos paramilitares (la Triple A), que luego, tras la asonada, se integraron con entusiasmo en la matanza sistemática. Si en Chile hubo intentos desestabilizadores, fueron organizados por la derecha (huelgas de camioneros, de médicos, etcétera), y si se produjeron atentados, fue obra de la extrema derecha.

El sostener, veinticinco años después, que los golpistas «no pretendían sino la sustitución temporal del orden establecido» para «subsanar las insuficiencias» de la democracia y «mantener la paz pública» es algo más que una broma macabra. Estamos ante una ideología que sigue defendiendo, a finales del siglo XX, la legitimidad del golpe de Estado contra la democracia. Una ideología no sólo antidemocrática, también criminal. Porque las torturas y asesinatos en masa no son sino el trágico resultado del golpe, de la previa muerte de la Constitución y del derecho. Ése y no otro es el origen de la barbarie.

Cuando en la mañana del martes 11 de septiembre de 1973, mientras en Santiago los aviones bombardeaban la Casa de la Moneda con el presidente de la República dentro, oímos por la radio un bando en el que se decía: «Este bando militar deroga los artículos (y los enumeraba) de la Constitución», supimos que entrábamos en el túnel, en la oscuridad. Poco después, otro bando suministraba una lista de nombres. «Los citados han de presentarse de inmediato en el Ministerio de Defensa. De no hacerlo», concluía, «se atendrán a las consecuencias, fáciles de prever».

En efecto, fáciles de prever eran las consecuencias. El reino de la arbitrariedad y del asesinato se instalaba allí por muchos años (la «sustitución temporal», en palabras de Eduardo Fungairiño).

Cayó el muro en 1989, y ya mucho antes la izquierda chilena, por ejemplo, había hecho la autocrítica de sus errores (no por sus crímenes, que ninguno le es atribuible), y, sin embargo, la derecha en general y la española en particular, esa que Fraga y su familia, el PP, representan, sigue argumentado, justificando o disculpando el uso de las armas (armas que son entregadas en exclusiva a una institución del Estado, como es el Ejército, para defender el país y el orden constitucional) para derribar los derechos y las libertades. Éste es el problema central.

Cuando este siglo terrible, el siglo de los totalitarismos, termina en buena hora, mientras a un lado de la empalizada se asumen los errores y la barbarie cometida, por ejemplo, en la URSS y los países de su órbita; cuando la democracia se asienta como único sistema de convivencia, como la forma exclusiva bajo la cual se han de producir los cambios sociales; cuando la reconciliación y el «nunca más» es expresión de la voluntad colectiva; cuando se renuncia a la fuerza para imponer cualquier idea; en fin, cuando la política empieza a operar bajo su pacífica ley civilizadora, entonces, en el otro lado, en la derecha, reaparece el pelo de la dehesa, de vuelta por donde solía. La buena conciencia, la inocencia del bárbaro, retorna, cual la nieve en el invierno, para justificar los orígenes de la matanza, siempre que, al estilo de la crónica de aquel accidente ferroviario, los muertos viajen en tercera.

Aquí, en España, después de la muerte de Franco, demasiados confundieron la reconciliación nacional, que permitió el nacimiento de la Constitución de todos, con el olvido. Y lo que es más grave, creyeron, y aún creen, que el mutuo perdón, necesario para enterrar definitivamente la guerra civil en las páginas de la historia, significaba colocar la dictadura franquista en el mismo plano moral que la democracia, como si ésta fuera la continuación lógica y normal de aquélla. Un error tan peligroso como interesado. Y así, cuando la derecha ha vuelto al Gobierno y ha tenido que nutrir puestos públicos tan decisivos como las fiscalías citadas, reaparecen estas ideas terribles e inmorales que los optimistas creíamos desterradas de las mentes, al menos de las mentes de quienes ocupan cargos de tan alta responsabilidad dentro del Estado.

No estamos ante un rifirrafe entre partidos. En este asunto no hay nada que capitalizar -por emplear una palabra que debiera ser proscrita de la política-, sino ante un hecho de suma gravedad, que todos, es decir, las instituciones del Estado, empezando por el Gobierno, debieran repudiar y corregir. No se trata de un exceso verbal, sino de la expresión de un pensamiento incompatible con la democracia. Un ataque a la seguridad jurídica. Una concepción coyunturalista de la Constitución. Un disparate aterrador que anuncia la posibilidad de la caverna y camina por un conocido y embarrado camino. Precisamente en sentido contrario al de «las grandes alamedas» por donde ha de transitar el hombre libre.

Joaquín Leguina es diputado socialista.

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