Esperando una definición
Dos meses lleva ya en funcionamiento el Teatro Real de Madrid, un periodo breve para realizar una valoración de su alcance y pretensiones, pero suficiente para señalar algunos síntomas preocupantes que pueden llevar a la ópera en Madrid a un callejón de difícil salida. Durante la última semana se han vertido, desde diferentes perspectivas, opiniones nada favorables al modelo artístico y de gestión del coliseo madrileño. El director de orquesta Jesús López Cobos, por ejemplo, ha razonado sobre el pernicioso efecto que causa la intromisión de la política en temas culturales, algo tan determinante en un teatro como el Real; Stéphane Lissner ha señalado la casi nula repercusión internacional que han merecido los actos inaugurales y, en fin, Mercedes Guillamón, jefa de producción destituida recientemente de su cargo técnico, ha subrayado la ausencia de un proyecto artístico y funcional mínimamente coherente. Los tres problemas son graves, desde luego, y a ellos habría que añadir al menos otro: la falta de Conexión con un público joven y abierto, capaz de estimular con su presencia y sus exigencias un género que, mal enfocado, roza la arqueología.Urge, pues, en este momento, con las tensiones de la puesta en marcha ya superadas, y ante un futuro lleno de incógnitas, que los responsables del teatro expliquen con claridad qué tipo de actividad lírica van a proponer para los próximos años, y a quién va a ir fundamentalmente dirigida. La decepcionante y rancia jornada de inauguración ha puesto la alarma roja sobre los criterios artísticos del equipo directivo del Real (se cuenta que uno de los invitados extranjeros llegó a comentar irónicamente que el Real había reabierto en 1997 con el mismo espíritu con que se cerró en 1925, emulando aquello del "decíamos ayer") y más aún si se pone en contraste con un espectáculo tan sugerente como el Peter Grimes que ha traído La Monnaie de Bruselas. Si los rumores que circulan por los mentideros líricos son ciertos, y los hitos de la próxima temporada son una Aida de Zefirelli, antes estrenada en Japón, y una Bohéme dirigida por Plácido Domingo, con Alagna y familia (¿logrará mantener Cambreleng los topes retributivos de tres millones por función por él anunciados sin tener que recurrir a subterfugios adicionales?), mucho me temo que las expectativas respecto al Real de algunos sectores cultos de la sociedad se van a desmoronar como un castillo de naipes.
Un teatro de ópera es, en cualquier caso, algo más que una lista de espectáculos con unos artistas contratados a golpe de talonario. Un teatro de ópera es, o debe ser, y algunos lo son, un proyecto artístico, empresarial, formativo, generador de creatividad y, especialmente, un foco de ilusión y orgullo para la ciudad que lo sustenta. No es cuestión de simplificaciones, pero lo empresarial no es únicamente recaudar fondos a base de presentar perfumes y jamones, de igual manera que lo creativo no consiste en dar una oportunidad de empleo a los profesionales que se mueven con habilidad por la villa y corte. Los teatros de ópera hoy valen la pena cuando afrontan desafíos desde el presente en varias direcciones. Del Teatro Real se espera, como mínimo, que tenga aspiraciones de decir algo personal en el panorama lírico. Tiene muchos espejos en que contemplarse, pero la única imagen que puede sostener es la suya propia.
Si el Real no da respuestas a lo que la sociedad le demanda, si da la espalda por elitismo o lo que sea a una parte de la ciudad donde se ubica, o si no es capaz de establecer relaciones de complicidad para sus proyectos con los artistas más inquietos e imaginativos, es que algo grave está fallando.
Probablemente muchos de estos interrogantes se verán disipados o atenuados cuando se presente el plan de actuaciones, tanto de títulos y repartos como de actividades paralelas, a desarrollar desde la próxima temporada, y los criterios que lo justifican. La reflexión sobre los primeros pasos del Real puede ayudar a sus dirigentes a elaborar con más conocimiento de causa los caminos a seguir. La medida de la ambición artística del Real pasa, imprescindiblemente, por conocer sus verdaderas razones (o sinrazones). El Real tiene todavía la posibilidad (y obligación) de mostrar una definición. Mientras ésta no llegue, será difícil desprenderse de una sensación de desconfianza motivada en gran parte por sus vaivenes e insuficiencias.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.