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Malestar con la historia / y 2

La segunda costura por la que se nos puede rasgar el velo de la normalidad a través del cual percibimos hoy el pasado se refiere a la construcción de España como Estado nacional No es muy habitual en un país europeo recurrir. al misterioso concepto de nación de naciones para desentrañar el significado de la voz que designa al propio Estado. A ningún francés se le ocurriría pensar que Francia es la Grande Nation por designar a una nación de naciones, sino por haber procedido a la fusión nacional que aquí los liberales del siglo XIX y los republicanos del XX fueron incapaces de culminar. El primer intento acabó en una eclosión de retóricas de la nación muerta, seguidas de una dictadura militar y del derrumbe de la monarquía; el segundo, en guerra civil y 40 años de nueva, dictadura militar reforzada en su capacidad represoraEspaña -sea cual fuere el significado histórico de la palabra- ha tenido un azaroso proceso de construcción como Estado nacional. No andaban descaminados los liberales románticos cuando lamentaban la mala estrella que trajo a la nación naciente la dinastía de Habsburgo. El resultado de esa incorporación, a la política católico-imperial fue no sólo una ruina económica-Carlos V en manos de sus banqueros, que diría Carande-, sino un Estado destartalado, con reducidísima, capacidad de integración de las partes que componían su propio territorio. La pobretería del Madrid de los Austrias -el de los Borbones no fue mucho más allá, aunque algo lavó la cara- basta para comprender la escasa capacidad de creación de Estado y, en consecuencia, de construcción de nación, que desplegaron las monarquías hispanas. Los Austrias no nacionalizaron y los Borbones, que lo intentaron,nunca anduvieron sobrados de recursos.

La reducida potencia del Estado como configurador de la nación nos evitó, en la era de los nacionalismos, entrar en guerra contra otros Estados europeos, más consolidados en su constitución interna. A este respecto, tenía razón Azaña cuando atribuía la neutralidad forzosa de España en la Gran Guerra a una indefensión, a una carencia de medios. Pero, sí nos ahorró guerras externas, favoreció las internas y coloniales: guerras civiles en el XIX, guerras de Cuba y Marruecos, guerra civil en el XX. El papel configurador de la nación, que en Estados más fuertes recayó sobre burocracias civiles, aquí se abandonó en manos de la militar auxiliada por la eclesiástica para la invención de mitos sobre el origen de la nación. Y en este punto quien tiene razón es Meriéndez Pelayo: si no fuera por la unidad católica, la nación se habría caído hecha pedazos. Unidad católica sostenida, claro está, en el sable siempre invicto del que ha pendido el Estado nacional.

Ése es nuestro más reciente pasado, qué le vamos a hacer. Hasta que, por fin, un intento de constitución del Estado español sobre un consenso civil se ha abierto trabajosamente paso desde 1976. Es el logro de unos equilibristas avanzando sobre una cuerda, si no floja, no del todo tensa. No es resultado natural, como obligado, de una historia que a ello condujera inevitablemente, sino de una voluntad constituyente que intentó construir un Estado en el que cupieran todas las diferencias nacionales. Negarlas. cediendo a la nostalgia de un quimérico pasado de Nación-Una sería despropósito; magnificarlas por lo que Freud llamaba el narcisismo de las pequeñas diferencias daría rienda suelta al potencial de mutua agresión y acabaría con todos los funambulistas en el suelo.

¿Qué pasado común nos inventamos entonces para movemos por este presente de equilibrios inestables? Esta es la gran cuestión que no puede resolver un decreto, pero que oscurece irremediablemente la gresca levantada por un oportunismo político de corto vuelo. Corto en los nacionalistas, que aprovechan la ocasión para reivindicar la exclusiva sobre los relatos y los símbolos de un pasado previamente idolizado. Más corto aún en los socialistas, dispuestos a armar barullo sobre cualquier cosa con tal de que venga del Gobierno.

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