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De los sátrapas y sus víctimas

Hay ideologías y regímenes irreformables por su perversión intrínseca. La única forma de dotarlos de humanidad y decencia está en su abolición. Es lo que muchas veces ha sucedido bajo el manto de la reforma o la apariencia de la evolución. Lo mismo pasa con ciertos líderes políticos corruptos, con dictadores y demás sátrapas. La única forma de que puedan acceder a ciertas cualidades humanas como el respeto al prójimo, la capacidad de compasión y miedo al dolor ajeno o el compromiso con cierta veracidad está en su derrota definitiva y sin paliativos, en el fracaso absoluto de todas sus ambiciones. Es decir, cuando estas cualidades ya no afectan a quienes sufrieron la previa inexistencia de las mismas.La historia de este siglo ha estado, lamentablemente, sobrada de ejemplos. El único momento en que el mundo pudo ver un gesto de humanidad a Nicolae Ceausescu fue cuando, junto a su mujer, entendió que iba a ser ejecutado. Y hasta Mobutu tuvo probablemente tiempo antes de morir en Rabat para recordar su trayectoria. Seguramente tuvo momentos de arrepentimiento. Pero mientras creen controlar los efectos de sus fechorías, estos personajes son inasequibles a cualquier reconocimiento de su culpa, admisión de sus errores y revisión de los efectos de sus caprichos y canalladas.

Sadam Husein es hoy, por supuesto, uno de los perfectos exponentes de esta forma de asumir y aplicar el poder para supuesta mayor gloria del líder y su vanidad, y para máxima desgracia de su pueblo, expuesto a sus arbitrariedades, a su despotismo y a las consecuencias generales de una política en esencia criminal. El dictador iraquí no sabe sino mentir, reprimir y matar. La comunidad internacional ya lo sabía cuando le otorgó la supervivencia política después de la guerra. Había un sinfín de consideraciones, desde el problema kurdo a la amenaza de una supremacía regional de Irán, que aconsejaron entonces que las tropas internacionales no llegaran a Bagdad y se llevaran preso, como a un vulgar Noriega, a Sadam Husein.

Tiempo ha habido para lamentarlo. Porque desde entonces Sadam no ha dejado pasar oportunidad alguna para socavar los acuerdos que le fueron impuestos después de la guerra y continuar sus intentos de hacerse con armas de destrucción masiva que los dictados que se le hicieron tras su derrota intentaban impedir.

Ahora, Sadam Husein se ha propuesto echar un pulso al Consejo de Seguridad de la ONU porque cree poder provocar una división en el mismo ante el dilema de volver a utilizar o no las armas en este conflicto. Dicha división se debe, ante todo, al bloqueo impuesto a Irak desde el final de la guerra y que, de hecho, está teniendo consecuencias catastróficas para la población. El hijo de Sadam, herido en atentado, tuvo en su tratamiento problemas derivados de la falta de medicación. Pero los iraquíes, sobre todo los niños, mueren diariamente por estas carencias.

El embargo a Irak fue impuesto para debilitar a Sadam Husein y fomentar la contestación a su régimen. Y ha fracasado rotundamente. No ha ayudado a derrocar al dictador, ha dividido al frente internacional movilizado contra este canalla de uniforme y ha causado un ingente número de víctimas en la población y un sufrimiento inenarrable. Los iraquíes se han visto condenados a soportar a Sadam y las terribles privaciones que el embargo les impone.

El bloqueo a Irak es inútil. Pero, además, es inmoral. Y es hora, por tanto, abandonar esta política que sólo acosa al inocente. Si hay que derrocar a Sadam, y todo indica que hay que hacerlo, atáquesele ya, directamente, a él y a su banda de forajidos uniformados. Él sólo puede mejorar cuando haya sido depuesto. E Irak también.

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