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Memoria, amnesia, perdón

Josep Ramoneda

El juicio al octogenario Maurice Papon ha abierto en Francia el debate sobre la memoria y la mitología nacional. Papon es acusado de haber ordenado la deportación de judíos durante los años de Vichy. En realidad, lo que sale a la luz, después de 50 años de silencios y ocultaciones, es la colaboración de la Administración francesa con la solución final nazi. Un aparato burocrático que en buena parte el general De Gaulle recuperó después de la guerra. El propio Papon tuvo responsabilidades destacadas tanto con De Gaulle como con Giscard. Siendo Papon prefecto de París, en 1961 se produjo la matanza del metro Charonne: una mortífera represión policial, con decenas de cadáveres en el Sena, de una manifestación a favor del FLN argelino.Hace tiempo que en medios intelectuales franceses se repite una pregunta que hasta hace poco se consideraba redundante: ¿qué es Francia? Ha sido la consolidación del Frente Nacional de Le Pen lo que ha hecho entender que Francia no es ninguna evidencia y que también Francia es una construcción hecha de mitos y fantasmas. Y son precisamente los mitos sobre los que De Gaulle refundó la nación después de la guerra los que están en entredicho. El primero de ellos, el mito de la resistencia, sobre el que De Gaulle fabricó una idea de Francia que permitió sentar a un país vencido y liberado por los americanos a la mesa de los vencedores. Para De Gaulle, Vichy no existió. Habría sido un paréntesis en la historia de Francia que el general consiguió hacer olvidar. Formaba parte de lo impensable. A la verdad de la colaboración opuso la contraverdad de la resistencia. Fue Mitterrand el que empezó a levantar el velo que ocultaba lo obsceno. Cuando, al final de su vida, decidió poner orden y control a su legado biográfico, salió el pecado de juventud de sus veleidades petainistas. Si el presidente había pecado, ¿por qué no lo habrían hecho otros muchos ciudadanos? La polémica es amarga y divide al propio gaullismo: Chirac es partidario de no dejar zonas oscuras a la memoria, y Seguin querría mantener vivo el mito de la inexistencia de Vichy.

"El pueblo del olvido era, de hecho, el pueblo de los pobres de espíritu. La memoria rechaza el comprorniso", escribe Tahar Ben Jelloun en Oración por el ausente. Y añade: "¿Por qué empeñarse en mantener una memoria mutilada, una respiración artificial y la ambición de un porvenir que se niega a entregarse a la vergüenza?". El olvido sistematizado en la Francia de posguerra invita a la reflexión sobre la amnesia que acompañó a la amnistía política en España.

Puede que el general De Gaulle tuviera razones sólidas (la autoridad nadie se la discutía) para borrar los años de la vergüenza: no sólo para transmutar un país derrotado en ganador, sino, sobre todo, para volver a empezar en unos momentos en que no se estaba en condiciones de soportar el coste de asumir la verdad. Este siglo nos ha enseñado que verdad y bien no forzosamente armonizan.

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Del mismo modo, es posible que la suspensión de memoria fuera indispensable para iniciar en España el camino de la democracia después de una guerra civil y 40 años de dictadura. La guerra era lo suficientemente lejana como para que las heridas empezaran a estar cicatrizadas y suficientemente próxima como para que el país fuera generoso si el olvido era el precio que garantizaba que aquello no se repitiera. Y así creció el mito de la reconciliación. La suspensión de memoria fue un bálsamo para las fuerzas reaccionarias y fue bien recibida por la ciudadanía porque todos sabíamos que la resistencia civil al franquismo había sido escasa.

La suspensión de memoria tuvo un nombre: amnistía. Un nombre de resonancias democráticas porque era una petición que la resistencia llevaba tiempo poniendo en primer plano, pero que aliviaba plenamente a los franquistas del temor a que alguien les pidiera responsabilidades. Así fue como en las elecciones de 1977 se pudo presentar una brochette de fascistas con el nombre de Alianza Popular. El propio éxito de la transición, el rápido relevo de viejas glorias por caras nuevas y menos comprometidas con la imagen del pasado, hizo que la suspensión de memoria evolucionara pronto hacia la amnesia total. Sacar a relucir los crímenes del franquismo, decían algunos, era resentimiento. Tan escaso ha sido el resentimiento que Manuel Fraga, el hombre que dirigió el aparato de propaganda del franquismo cuando la ejecución de Julián Grimau, acaba de ganar unas elecciones por mayoría absoluta. La derecha española ha intentado dos caminos, finalmente convergentes, para ahogar definitivamente la memoria del franquismo. Por un lado, en sintonía con la ideología dominante que tiene el dinero como medida de todas las cosas, ha tratado de presentar el franquismo como la antesala de la democracia, como si el desarrollo económico de los sesenta fuera la única realidad de aquel régimen. Por otro lado, con. la euforia del retorno al poder, la derecha ha intentado el discurso de tabla rasa, como si antes de Aznar a lo sumo hubiera habido los Reyes Católicos. Con la idea del inicio de un tiempo nuevo no sólo se trata de ningunear el periodo socialista, sino de dejar definitivamente en el olvido el último gran periodo de gobierno de la derecha en España: el franquismo.

Pero, ciertamente, la memoria no acepta compromisos. Tarde o temprano el derecho que tienen los ciudadanos a conocer el pasado, derecho de todos, incluidos las víctimas y los verdugos, se abre paso. Si exigimos a los socialistas las explicaciones que la ciudadanía merece por los disparates cometidos durante su gestión, ¿podemos seguir aplazando las explicaciones de lo que pasó durante los años del franquismo? En un mundo en que parece haberse puesto de moda pedir perdón (el Papa le ha encontrado gusto), en España nadie echa una mirada al pasado. La derecha, mientras aprieta las tuercas a los socialistas, dice que hablar del franquismo es ánimo de venganza. A veces uno se pregunta cuál hubiera sido la venganza de la derecha si los 40 años de dictadura hubieran sido de un régimen de izquierdas. Pregunta absurda: la respuesta está en la guerra civil.

La democracia encuentra sus mejores momentos en la defensa contra el mal. Las nuevas generaciones deben saber qué era el franquismo, porque el valor de la libertad se aprecia sobre todo cuando no se tiene. Olvidar el franquismo es ir construyendo la democracia controlada en que la libertad no es el valor principal, sino lo que queda después de la competitividad y la seguridad. El olvido es una falta de respeto a quienes sufrieron entonces. Y es el miedo a aceptar que fueron demasiados los que dieron el consentimiento a aquel régimen. España no tiene tradición democrática, y hay que saberlo para que el juguete no se rompa.

La memoria es el modo que cada uno tiene de relacionarse con el pasado y con los demás. La memoria es múltiple. Es obvio decir que de ella también forma parte el olvido, que es una estrategia de la memoria. Nadie tiene derecho a obstaculizar a la ciudadanía el ejercicio de la memoria. Es la memoria la que hace tejido social. Desde la desmemoria sólo se construye la lucha desenfrenada de todos contra todos entre sujetos sin historia. La memoria es uno de los pocos recursos que tenemos para defendernos de la historia, que siempre la escriben los vencedores.

Hay discursos del arrepentimiento que suenan a cinismo. Y, sin embargo, más vale tarde que nunca. Porque el arrepentimiento es el reconocimiento explícito de que algo se hizo mal. La más definitiva manera de decir que no debe repetirse. Con timidez, Joaquín Almunia esbozó, quizás por primera vez en la política española, una petición de perdón por lo que los socialistas habían hecho por Filesa. Daba la impresión de que dudaba de lo que estaba haciendo porque debía ser políticamente incorrectísimo. Algunos -Guerra, por ejemplo- dirán que esto es tener conciencia culposa, no haber superado escrúpulos infantiles. El cinismo no tiene patria. Con su gesto, Almunia gana derecho a exigir. Sería un irritante sarcasmo que sólo los socialistas pidieran perdón. ¿0 acaso se trata de hacernos creer que el franquismo, como Vichy, nunca existió?

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