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El "98" colombiano

¿Será un 98 lo que hoy vive Colombia? El país parece estar sin pulso, como dijo Silvela de España en un dramático artículo publicado hace un siglo; sufre una derrota política, que crece día a día en lo militar, a manos de una fiebre de movimientos guerrilleros; tiene su propio tiempo de la Restauración como inmediato pasado al que atribuir todos los males; y padece de caciquismo, clientelismo, apatía electoral, corrupción generalizada y burocracia de adorno y no de servicio; y, para colmo, sobran arbitristas, milagreros y regeneracionistas para remediar tanto desmán.A diferencia, sin embargo, del español, que fue un picacho en una cordillera de desastres, este 98 colombiano aparece mucho más dilatado en el tiempo, con un comienzo relativamente identificable, sin un, final a la vista, y una condensación trágica y extrema, que se concreta en el actual mandato del presidente Samper.

El 9 de abril de 1948 estalló el bogotazo, una insurrección popular posiblemente espontánea, pero que, en cualquier caso, no parecía controlada o dirigida por nadie, provocada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, atezado tribuno, liberal a ratos, escisionista a conveniencia, socialista de filiación indefinida, que quería romper desde dentro el bipartidismo liberal-conservador, que' aún hoy sofoca en lugar de expresar la vida política colombiana.

Peligroso o no para la oligarquía -¡qué mayores somos los que conocemos ese término de otros tiempos!-, parece claro que ésta le temía, y que respiró de alivio al quitárselo de encima. ¿Habría evitado Prim el cacicato de la Restauración?

La violencia colombiana procede tanto del huevo como de la gallina, es decir, que no tiene principio. Pero, pese a ello, sí que cabe datar de ese fin de los años cuarenta el nacimiento de la guerrilla contemporánea, entonces liberal, consecuencia directa de la represión conservadora que se abatió, como una ola de miedo a su propio miedo, sobre todo el país.

La convalecencia en la que entró la democracia colombiana, apagados los ecos del bogotazo, acarreó en los años cincuenta una dictadura militar, que contó con la colaboración de los dos grandes partidos políticos, y fue tan bien acogida como inicialmente en España el cuartelazo de Primo de Rivera.

Pero esa dictadura, también como la de Primo en 1930, se derrumbó por sí sola, abandonada por los partidos, ridiculizada por los intelectuales, desconsolado de ella hasta Rojas Pinilla, el espadón sin filo. Y, pese a algunos éxitos iniciales en la lucha contra la insurrección, como La Violencia no cedía -así es el nombre que en Colombia se le da al período-, liberales y conservadores quisieron estabilizar el país, aplicando, seguramente sin saberlo, una maña de la Restauración. Igual que hicieron en el Pacto del Pardo de 1885 los partidos del mismo nombre en España, los líderes de la oligarquía concibieron el turno bajo el nombre de Frente Nacional.

El plan consistía en que los estados mayores de ambos partidos apoyaran a un candidato común a la presidencia, para irse turnando en el poder cada cuatro años, manteniendo, al mismo tiempo, en Gobierno, provincias y municipios cuotas de representación similares para cada uno de ellos.

Liberales y conservadores, en un ensayo de fraternal bipolaridad, reconocían tácitamente que eran un solo partido. Pero como nadie quería una dictadura tan tosca y evidente, el multipartidismo siguió existiendo y habiendo elecciones, sólo que aparte de falsificar las cuentas cuando era necesario, como ocurrió contra la Anapo del general Rojas en 1970, se daba por sentado que la confluencia de votantes de los dos partidos bastaría para embolsarse los comicios. La componenda, que había sido pactada expresamente para 16 años, duró, como un reloj, de 1958 a 1974.

La guerrilla, que sólo había constituido un peligro próximo al bandolerismo, se reconvertiría en los años sesenta, en directa relación con el achicamiento de la vida política debido al Frente Nacional, en maoísmo, castrismo y marxismo-leninismo, EPL, ELN y FARC, respectivamente, las principales fuerzas insurrectas.

Las secuelas del Frente Nacional se pagan aún ahora, porque en esos años se consolidaron muy malas artes, o, lo que es lo mismo, no se desarrollaron las que tocaban en correcta pedagogía democrática para un país que se precia de ser el más civilista de América Latina, aquel en el que se vota con puntualidad exquisita, aunque siempre ganen los mismos.

Y, así, llegamos a los años ochenta con el desbarre de la narco-guerrilla y el desmoronamiento del poco Estado que jamás han tenido los colombianos. Está de moda hoy preguntarse en libros y ponencias el porqué de esa violencia, hacerse la interrogación angustiada de si seremos congénitamente peores que el resto de la humanidad, de si la narco-adicción tiene algo que ver con algún Lombroso trasplantado a Cundinamarca, y, en resumen, todo lo que palpita hoy en la pregunta universal del colombiano: ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Nadie tiene la respuesta. Pero, quizá, sí cabe opinar que, ahondado por el asesinato de Gaitán, y de quien osara parecérsele, como Luis Carlos Galán, en 1989; por La Violencia; por el Frente Nacional, y por la situación de guerra civil en la que vive el país, ha sido la propia debilidad del Estado la que ha obligado a que lo sustituyeran narcos y guerrilleros; que la impunidad general ha convertido a Colombia en el laboratorio ideal para albergar el gran hipermercado de la coca, y que la incapacidad de ese mini-Estado para agrupar a una mayoría del país ha permitido que la disidencia se trocara en guerrilla y, de ahí, en una profesión con retiro, cobertura social y servicios varios, seguramente mejores que los del propio Estado.

Por todo ello, quien, ante las elecciones presidenciales de mayo de 1998, vislumbre al candidato del cambio, de la apertura de la democracia a todas las castas, que levante la mano. Cerca de una docena son los candidatos para mayo de 1998, y todos ellos se parecen como un chino a otro chino.

Todos son blancos en un país en el que no pasan del 25% los ciudadanos de origen básicamente europeo; todos, emergidos de las clases acomodadas; alguno directamente sacado de las Cortes de Cádiz sin pasar por ningún periodo intermedio; unos cuantos que es en España donde quedarían la mar de bien de presidentes; una gran señora a la que no es fácil imaginar fuera de su ambiente, y el que parece más popular de todos, el presunto Gaitán de hogaño, Horacio Serpa, atacado por el pecado original de figurar como heredero de Samper, bajo la viciosa sospecha de connivencia con el narcotráfico.

Hasta el último de ellos se proclama renovador, anti-continuista, superador del binomio liberal-conservador, integrador de una nación en la que vota el 30% del electorado, aunque todos procedan de ese bipartidismo que expresa Colombia igual de bien o de mal que la pareja Cánovas-Sagasta resumía la España de fin del XIX. Saben que esto no puede seguir así, pero dan toda la impresión de que sólo saben seguir así.

Como el perro del hortelano, las oligarquías de los dos partidos históricos ni comen ni dejan comer. Sus maquinarias son lo bastante poderosas como para quedarse con todo el espacio político existente, mientras se muestran totalmente incapaces de llenar una mínima parte del espacio potencial que a fin del siglo XX correspondería a una sociedad tan al día en tecnología, cultura y modernidad como la colombiana.

Esas élites políticas, cultivadas y con excelente información de lo que pasa en el mundo, parece que le teman a Colombia y la prefieran lo más aislada posible. Hablan de abrir el país y la nación no les escucha, porque no le dicen nada que la incite a participar en la cosa pública. Todos peroran sobre el ancho mar y todos caminan agarrados al pasamanos de una historia aterradora, de la que son directamente responsables.

Por ello, este 98 colombiano no se concreta ni siquiera en el problema del narco, la guerrilla y los paramilitares. Colombia, más que tener esos problemas, es el problema, como lo era la España de la Restauración. Y no es que haga falta un tercer partido, es que hay que refundar el Estado, con un nuevo sistema de partidos producto natural de la sociedad, que evite la violencia derivada del estancamiento de lo político, tanto como el estancamiento de la propia violencia, que es en lo que consiste hoy el fenómeno guerrillero. Hay guerrilla por culpa del Estado colombiano, pero también por culpa de Colombia, porque la sociedad bien remunera esos servicios.

A Maura le salió mal lo de la revolución desde arriba, y las cosas acabaron cómo acabaron. Y arriba, en Colombia, no se ve hoy gran cosa que merezca ser preservada.

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