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La Universidad, entre el mercado y la sociedad civil

La agenda de temas pendientes aparece cada vez más urgida de soluciones a la situación del profesorado universitario (modificación del título V de la LRU), a los desarreglos creados por los nuevos planes de estudio, al desbarajuste del tercer ciclo, a los estragos, docentes y discentes, causados por la masificación, etcétera. Hasta tal punto es delicada la situación que los rectores, en lo que probablemente sea un gesto sin precedentes, han llamado la atención al unísono sobre algunos de estos asuntos en sus discursos de apertura del nuevo año académico (EL PAÍS, 20 de septiembre de 1997). Pero hacen mal en creer que el ministerio carece de política en materia de educación superior.A falta de pruebas más o menos concluyentes (¿se aceptarían, acaso, las dimisiones de Francisco Michavilla, Fernando Tejerina y Juan Roca como tales?) deberían hacer un sencillo ejercicio de extra polación (tan frecuente en la lógica científica) y sospechar (temerse) que se seguirán los pasos del intento de contrarreforma en la educación primaria: 'Instrumentalizar la Universidad al servicio de una política o contra una política", escribió Peces Barba (Abc, 1 de julio de 1997).

Desde la óptica que considera la educación no sólo como una tarea mecánica de adquisición de conocimientos técnicos que nos ponen en una situación de ventaja en la carrera de la competitividad, sino como una empresa socializadora de un orden algo más elevado que el meramente técnico, resultan extraordinariamente preocupantes los resultados que se desprenden del estudio de Francisco de Asís (véase EL PAÍS de 26 de noviembre de 1996) que indican un alto grado de acuerdo entre los estudiantes de Psicología (6,6 de media sobre una escala de 7) en que "la Universidad debería servir para preparar para el ejercicio profesional" y en que "la cualificación profesional depende de la realización de prácticas externas", mientras que "dar formación básica y general al alumnado" como objetivo de la Universidad obtiene un tibio apoyo de 4,2.

Son los términos de la tensión entre la creación, desarrollo y transmisión crítica de la ciencia y la preparación para el ejercicio de actividades profesionales (las dos primeras funciones que se le atribuyen a la Universidad en la LRU) que en la actualidad parecen estar librando una de sus batallas decisivas, ya que los valores imperantes del momento (competitividad, preparación para el éxito profesional, tecnificación a ultranza, desprestigio del conocimiento teórico por falta de unidad práctica, visión mercantilista de la profesión, etcétera) dejan un escaso margen al estudio, a la reflexión pura y dura, al placer de indagar las verdades sin más interés que el de la satisfacción por el conocimiento.

Es muy posible que las universidades privadas no sientan tensión ni conflicto alguno entre estos extremos. Realmente no tienen por qué; sus objetivos van parejos a las legítimas convicciones ideológicas de sus promotores y/o gestores: lejos de ser un derecho para quienes quieran seguir este camino y reúnan los requisitos para ello, la educación superior es un producto más del mercado al que se tiene un acceso acorde con el nivel de ingresos (una ideología claramente marcada por la exclusión social), se diseña con las miras mayoritariamente puestas en el mercado de trabajo, y se ofrece (y en la mayoría de los casos se demanda) como instrumento para el ascenso social individual.

Pero la preparación para el desempeño profesional y las urgencias del mercado de trabajo no pueden ser satisfechas a costa, ni en lugar "del estudio de aquello que es apariencia inútil, del afán de conocer por conocer, de repensar lo pensado, de satisfacer la curiosidad sin preocupaciones utilitarias, de investigar lo que al investigador le interesa averiguar aunque no pueda responder a la alicorta pregunta de para qué". De todas esas cosas que, en palabras de Tomás y Valiente, han hecho grande a la Universidad.

Si nos atenemos a las cifras, el incremento en el número de estudiantes que han engrosado la enseñanza superior en España puede ser calificado espectacular; los datos del último Eurostat confirman que se trata del crecimiento más importante en el contexto de la Unión Europea: un 70,4% en el decenio 1975-1976119851986, superando con creces el protagonismo por países de la envergadura demográfica y del potencial económico de Italia (48,45% de crecimiento en la misma década), Reino Unido (40,9%), Francia (28,9%) o Italia (22%). Las cifras se han atemperado un poco, pero seguimos al frente de los Quince con un incremento de población universitaria del 61% en la última década (1985-1986/1995-1996). El- porcentaje de universitarios de la cohorte de edad entre los 16-29 años alcanza el 16%, sólo superado por Italia, Dinamarca y Finlandia. En la Comunidad de Madrid se eleva al 20% (Cifras claves de la educación en Europa).

Se trata de datos que deberían propiciar decisiones a las que siguen reacias las autoridades políticas e incomprensiblemente también las académicas. Una sociedad que ha dado pasos decisivos en la superación de las barreras económicas que endémicamente han venido negando el bien social de la educación superior a amplios sectores de la población, tiene toda la legitimidad para ser selectiva y exigente si no quiere convertir la Universidad en un campo minado de decepciones aunque pueda servir de alivio a la precariedad de empleo juvenil, o utilizado como un simple instrumento de mercado. de votos para políticos desaprensivos que no dudan en someter a sus más baratos intereses las decisiones emanadas de los órganos legalmente constituidos (Consejo de Universidades, Conferencia de Rectores). La fórmula puramente desarrollista que predicaba una relación lineal entre el número de estudiantes universitarios y una mejora en la cantidad y calidad del desarrollo ha resultado fallida. No es cuestión, pues, de seguir expandiendo los números (ni de universitarios ni de universidades), sino de tomarse en serio lo de la Universidad pública de calidad para poner freno a la dualización de nuestras sociedades por la que tanto hace la privatización en el campo educativo.

Cuando hablamos de la Universidad nos estamos refiriendo a una institución que se sustenta sobre la intrínseca convicción y defensa del valor y del sentido de lo público, porque es allí donde, con todas las limitaciones pero sin pamplinas, empiezan a tomar asiento la igualdad de oportunidades, la libertad de elección, una cierta equidad en la distribución de los recursos (sean educativos, sanitarios o culturales); donde se hace presente (a veces con timidez) un equilibrio en los diversos indicadores del bienestar y entran en juego unos valores (el de la tolerancia, el del respeto a la diferencia, el de la participación democrática, el de la solidaridad) que resultan imprescindibles para la vida en sociedad.

Asegurar la preeminencia del universalismo frente al particularismo, encauzar y domesticar las emociones localistas y nacionalistas y comprometerse con valores fundamentales es lo que define, en opinión de Víctor Pérez-Díaz en un reciente artículo publicado en Claves de la Razón Práctica, la contribución de la Universidad a la formación de la esfera pública de una sociedad civil (la tercera de las funciones atribuida a la Universidad habla del apoyo científico y técnico al desarrollo cultural, social y económico del país). Música celestial para una ideología cuya máxima política es que las cosas deben existir en la medida, en que sean demandadas por los estudiantes sin más consideraciones.A pesar de los conflictos que la atraviesan de parte a parte, la Universidad ha pasado a constituir una pieza central de la identidad europea. Es su institución más sólida desde aquel lejano y oscuro 1088 en que un famoso Irneus y un desconocido Pepo, dicen los medievalistas, comenzaron a impartir lecciones de leyes en Bolonia. En sus aulas se ha urdido durante siglos un sólido argumento sobre el que ha tomado asiento un sistema de valores que, según Jacques Le Golf, siguen siendo instrumentos irrenunciables, desde el punto de vista intelectual y ético, para los europeos del siglo XXI: la idea de naturaleza, la idea de razón, la idea de ciencia, la idea de libertad, y sobre todo el concepto de duda y su práctica. Un excelente vademécum para poder afrontar con garantía la espesa incertidumbre que destila el milenarismo.

Amalio Blanco es decano de la Facultad de Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid.

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