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La marcha de la teniente O´Neill

Andrés Ortega

La teniente O'Neill (G. I Jane), película que próximamente se estrenará en España, soberbiamente interpretatada por una Demi Moore entrada en músculos, tiene una clara hechura estadounidense. En ella, una oficial de Información de Marina intenta (con las consiguientes trabas políticas) equipararse a los varones en el Ejército, sometiéndose a un tremendo -y absurdo- baño de formación especial en una unidad de superélite. Pese a una fachada de defensa de la igualdad de sexos, rezuma valores de militarismo y una pauta de una masculinidad a la que aspira la protagonista.No podría haber sido una película europea. No porque no haya mujeres militares en Europa, sino porque los valores que se han apoderado de esta Europa posmoderna parecen ser otros, distantes de ese Estados Unidos en el que aún predomina, al menos en mayor grado, una moderna idea nacional. En esta Europa se ha perdido la estimación -que nuestras abuelas valoraban- hacia la idea -masculina- de la defensa nacional; y con ella ha llegado el rechazo al servicio militar, por otras razones que en EE UU.

La era del servicio militar obligatorio está acabando, "y con ella acaba la estampa de los rituales militares y los códigos de masculinidad en las escuelas, en las instituciones públicas y en la vida familiar", señala Michael Ignatieff en una reseña en The New York Review of Books de un libro de gran actualidad: La guerra posmoderna, de Chris Hables Gray. Según éste, la guerra -incluso para EE UU- se ha alejado de nuestras conciencias de la mano de la ausencia de conflictos armados propios en las últimas cinco décadas. Estados Unidos parece buscar nuevos enemigos (sólo queda Libia, en la película). Y Europa teme que le surjan.

Desde Europa no se ve ya la guerra desde la perspectiva de defensa del territorio propio, sino de defensa de intereses más lejanos -algo a lo que los norteamericanos ya están más acostumbrados- o derivada de la conciencia ante la necesidad de actuar aunque no haya interés por medio. Es la participación en operaciones de paz o de pacificación, antes que de defensa territorial. La guerra vivida desde Occidente es, además, crecientemente una guerra de máquinas, incluidas máquinas civiles, como ocurre con muchas de las comunicaciones de la OTAN en Bosnia. Es la ruptura, como dicen los autores citados, entre la guerra y el sacrificio humano.

Si a lo anterior añadimos el hecho de la integración de unidades superiores, también en el terreno militar, se explica, al menos en parte, el vaciamiento del sentido del servicio militar. Buena parte de Europa, y desde luego la sociedad española, ha pasado la página al respecto. Sólo queda, indómita, la figura de Helmut Kohl para defender a capa y espada un servicio militar frente a un Ejército profesional que trae malos recuerdos a los alemanes. Pero cabe también destacar que en buena parte de Europa -ya sea en la Francia supuestamente militarista o en España- el servicio militar se ha suprimido o se está suprimiendo casi sin debate.

Desde estas circunstancias, y desde la novedad, quizá no sorprenda demasiado que el Ministerio de Defensa tenga dificultades en España para reclutar un número suficiente de soldados profesionales. Pero sí que estos problemas surjan en tiempos de escasez de empleo, cuando cualquier oposición pública atrae a masas de concursantes para las pocas plazas que se convocan. No se trata de una actitud necesariamente antimilitarista de la sociedad y de nuestros jóvenes. No. La popularidad de las Fuerzas Armadas nunca ha estado tan alta, y a ello contribuye la visibilidad de las nuevas misiones de paz que han pasado a desempeñar con éxito y esfuerzo, por ejemplo, en Bosnia, codo a codo con el astro ascendente que son las organizaciones no gubernamentales, que, en buena parte, han venido a relevar -negándolo- al servicio militar. No se pierde así la idea de servicio, sino que se transforma; pero ya no al son de la marcha de O'Neill.

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