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Gacetilleros y demás subespecies

La editorial Espasa-Calpe ha lanzado a la calle un manual titulado Taller de escritura. En sus primeros números regala una serie de consejos que pueden ayudar al principiante a enfrentarse con la hoja en blanco. El manual va desgranando los trucos, recursos e incluso abusos que conforman el cansado y mágico oficio de escribir. Ahora bien, del mundo del principiante, de su impronta y de la calidad de su mirada depende que sus textos despierten sensaciones en un lector atento. El lector que suscribe este artículo ha procurado pergeñar un cuento ciñéndose al manual. El resultado ha sido catastrófico, el cuento carecía de suspense y no despertaba la menor inquietud, que son las dos cualidades principales del relato corto. Un amigo del lector, cuyo trabajo no se relaciona con la escritura, construyó basándose en el manual otro cuento, y en ése sí soplaba la pulsión mínima requerida en literatura, seguramente porque alteró las reglas del manual hasta inventar las propias. Todo el mundo es capaz de escribir un buen puñado de palabras sin ser un profesional de la literatura, es capaz de conjugar sentimientos, urdir contradicciones, tramar deseos y al cabo publicarlos para propinar un golpe en las narices a aquellos escritores que piensan que escribir es algo reservado al genio, la vocación y el talento. El talento duerme en el corazón de todos los mortales, ágrafos o no; el hecho de vivir es el hecho de crear, de inventar situaciones, y no siempre a través de las palabras. Un beso cuenta más historias que la mejor novela, propone más acciones y promete más satisfacciones. Ser escritor no es algo tan importante. Por eso parece fecunda, y sin duda lo es, la idea de poner al alcance de los lectores un manual de escritura, un taller donde cualquierá investigue sus ángeles y demonios hasta plasmarlos en el papel. También resulta estimulante la proliferación de escuelas de letras en los vecindarios, barrios, pueblos y ciudades del país. Lo bueno de escribir es que se descarga adrenalina y se organizan los sentimientos. El manual de Espasa y las escuelas de letras no llaman a engaño, tienen un precio asequible y no esperan que a fin de curso se alcance el magisterio de un Carver, un Lorca o un Handke.

El escritor se hace en la lectura y el viaje de la vida. Intentar ser escritor profesional es un derecho y una aspiración legítima. El ejemplo es, guste más o menos, Arturo Pérez-Reverte, que vende millones de ejemplares estructurando historias a la vieja usanza; su prosa, su arte poética, acaso sea criticable para bien o para mal; lo que no es lógico es que una camarilla de plumíferos apergaminados, presuntos escritores y gacetilleros de la nada le tachen de intruso, cuando Reverte y algunos como él son escritores de raza forjados en escenanarios distintos a la tertulia literaria, el tiralevitismo de caifétín y el dinero de las conferencias. Los hay que escriben sólo con la intención de ganar talegos, que publican naderías. Representan la peor subespecie del escritor, resultan mediocres en su talento y obsoletos en su estilo. Les sucede que no colocan un maldito ejemplar, y como están faltos de imaginación buscan el dinero embaucando a almas cándidas que pretenden ser escritores profesionales, en vez de perseguir el talento en la estela, por ejemplo, de Albert Camus. Hablan de la literatura como de un negocio, se han propuesto, y en ocasiones lo consiguen, transformar el honesto arte de la palabra impresa en un cheque al portador con el que pagar sus frustraciones. Se alquila un edificio, se contrata a escritores que suenen, se realiza una publicidad que recuerda a la de los detergentes, en papel satinado, con colorines. Se abre una matrícula para un curso de escritura que cuesta cerca de las 250.000 pesetas. A este lector le ha llegado publicidad de las es cuelas de letras para millonarios e iluminados, y en sus manos han caído apuntes tomados en las clases, de comentarios de texto semejantes a los que se redactaban en el bachillerato. Ni una idea nueva, ni una reflexión oportuna, ni un brillo de originalidad anida ba en dichos apuntes. Aconsejaban lecturas de clásicos a la manera más clásica, evitando que el estudiante se imbuyera de la dificultad del texto. Mostraban re cursos que están en el manual de Espasa, por fortuna barato. Estas escuelas de letras, a cambio de 250.000 pesetas en el mejor de los casos, aparte de enseñar a escribir, deberían regalar una caja de botellas de vino, una lata de caviar, una cadena de música y una colección completa de discos de marchas militares. Casi con certeza al ritmo alegre de una cancioncilla castrense, regado el paladar con un caldo del 64 y el estómago bien trufa do de Beluga, se obtendría un texto de altura.

En literatura, como en todo, hay estafadores. A escribir se aprende en la soledad del estudio, sin esperar el éxito o el dinero, teniendo como aliados a la pasión, la inteligencia y el vértigo.

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